En el vasto y a menudo implacable mundo de los negocios, la historia de Luía Mendonça es un estudio de caso sobre el éxito, el amor y la traición más profunda que uno pueda imaginar. A los 30 años, ella no era una simple empresaria, era una fuerza de la naturaleza. Había tomado el modesto negocio familiar, Mendonça Empreendimentos, y lo había transformado en un imperio inmobiliario, cimentado en el arduo trabajo, la visión y una audacia inquebrantable. Su vida, tan meticulosamente planeada y ejecutada, parecía la envidia de todos.

Su historia de amor con Ricardo Montenegro parecía la guinda del pastel. Un consultor financiero con un carisma que derretiría el hielo, se cruzaron en una feria de la industria, un encuentro profesional que se transformó rápidamente en un cuento de hadas romántico. Ricardo, con su sonrisa fácil y su mirada de admiración, se presentó no solo como un socio potencial, sino como un alma gemela. Escuchó a Luía con una intensidad que la hizo bajar la guardia, la admiró no solo como empresaria, sino como mujer, y la cortejó con una atención que la hizo sentir como si estuviera flotando en una nube.

El cortejo fue un torbellino de cenas lujosas, paseos a la luz de la luna y conversaciones que se prolongaban hasta el amanecer. Luía, una mujer que había sacrificado el amor por la ambición, se encontró sucumbiendo al encanto de Ricardo. Él, a su vez, admiraba su fuerza e independencia, cualidades que, según él, la hacían irresistible. A pesar de la inicial desconfianza de los padres de Luía, que veían en Ricardo al típico hombre de la gran ciudad, él se las ingenió para ganárselos, trayendo flores a su madre y hablando de fútbol con su padre, un gesto tan calculado como efectivo.

En menos de dos años, Luía y Ricardo estaban casados, y un año después, el anuncio de su embarazo pareció sellar su felicidad. El brillo en los ojos de Ricardo al saber que serían padres parecía genuino, y Luía se permitió creer en un futuro perfecto, un futuro donde su carrera y su familia coexistirían en perfecta armonía.

Pero, como en muchas historias de cuento de hadas, las sombras comenzaron a alargarse lentamente, casi imperceptiblemente. Las “viajes de negocios” de Ricardo se volvieron más frecuentes y más largas. Su atención, antes tan constante y absorbente, comenzó a disminuir. Luía, atribuyendo el cambio al estrés de su embarazo y las responsabilidades del trabajo, lo disculpó, negándose a ver las grietas que comenzaban a aparecer en la fachada de su matrimonio.

Fue en este período que Vanessa Sales, la “eficiente” asistente personal de Ricardo, se convirtió en una presencia constante. Luía, cegada por la confianza y el amor, no vio el peligro. ¿Por qué sospechar de una mujer que Ricardo describía con la palabra más aburrida y profesional de todas? Y así, mientras Luía se dedicaba a su embarazo, su esposo y su cómplice estaban ocupados en tejer una red de engaños.

La primera señal alarmante llegó con la caída en la escalera, un “accidente” en la casa de campo que casi le cuesta a Luía y a su bebé sus vidas. En ese momento, la preocupación de Ricardo le pareció auténtica, su cuidado y atención, un bálsamo para sus heridas. Pero Luía no sabía que esa caída, tan aterradora y fortuita, había sido el primer intento de asesinato orquestado por su propio marido.

Con el tiempo, las piezas del rompecabezas comenzaron a encajar en la mente de Luía. El perfume femenino en la ropa de Ricardo, que él atribuía a las “clientes”, la súbita urgencia por manejar las finanzas de su empresa, las procuraciones que la convenció a firmar bajo el pretexto de “facilitar” la gestión durante su embarazo… todo era parte de un plan maestro. Un plan para robarle no solo su dinero, sino su vida. El amor, la admiración, el matrimonio, la paternidad… todo era un guion, una actuación calculada para que Luía le entregara su imperio.

La última pieza del rompecabezas llegó con el despertar, una transición de la muerte a un tipo de infierno aún más aterrador. Luía se despertó en su propio funeral, atrapada en su ataúd, su cuerpo incapaz de moverse o de emitir un sonido. Y luego, escuchó las voces. Las voces de Ricardo y Vanessa, hablando de su “plan”. Las confesiones de su “accidente” en la escalera, los detalles de su traición, la frialdad con la que Ricardo hablaba de su inminente entierro. El hombre que ella amaba, el padre de su hijo, era un asesino a sueldo. Y su amante era su cómplice.

La mente de Luía era un torbellino de dolor, rabia y desesperación. Lloró por el amor que había creído, por la vida que había planeado, por el bebé que se quedaba sin madre. ¿Qué clase de monstruo era Ricardo? ¿Cómo pudo haber sido tan ciega? Se dio cuenta de que su amiga Clara, la abogada que había tratado de advertirla de las intenciones de Ricardo, había tenido razón. Su preocupación por el “brillo” en los ojos de Ricardo al hablar de Vanessa no era solo la envidia de una amiga, sino la intuición aguda de quien ve la traición donde otros solo ven afecto.

Atrapada en la oscuridad y el silencio de su ataúd, Luía se dio cuenta de que su única salvación era la fuerza de su propia mente. Su cuerpo estaba traicionado, pero su espíritu no estaba roto. Con un último destello de determinación, Luía decidió que no se rendiría, que lucharía contra la oscuridad de su tumba. El aire se estaba agotando, los sonidos de los asistentes se iban apagando, y Luía sabía que su tiempo se acababa.

Su historia, en última instancia, no es la de una víctima, sino la de una superviviente. Es un recordatorio de que la traición no siempre viene en forma de una daga en la espalda, sino a veces en forma de un abrazo, un beso, una promesa de un “para siempre”. En la lucha de Luía por escapar de su ataúd, y por la verdad, se encuentra la historia de una mujer que se negó a ser enterrada, que se negó a ser derrotada, y cuyo espíritu inquebrantable encendió una llama de esperanza en la oscuridad de su propia tumba.