En el vasto y tranquilo mundo del anciano Williams, una sombra acechaba. No era la de la muerte, a pesar de sus 80 años, sino la de una terrible soledad. Era un hombre que lo tenía todo: mansiones que se extendían hasta el horizonte, autos de lujo que se desvanecían en la noche, tierras y hoteles que le generaban millones y una próspera empresa que construyó desde cero. Pero a pesar de toda su fortuna, una pregunta atormentaba su corazón: ¿quién lo amaba de verdad?

Un día, sentado en la tranquilidad de su habitación, observó un viejo retrato familiar. En él se veía a sí mismo, a su esposa Agatha y a sus hijos: Frank, el primogénito, David, el segundo, Cynthia, la hija mayor, y Rose, la más pequeña. Las sonrisas en la foto no le decían nada, solo el silencio de su corazón.

Con la sabiduría de los años y el peso de su fortuna, el anciano millonario tramó un plan: el plan para desenmascarar a su propia familia. Quería saber quién realmente se quedaría a su lado cuando no tuviera nada, cuando estuviera indefenso y enfermo.

Así, en un pacto secreto con su abogado de confianza, el señor John, y su médico personal, el doctor Maxwell, el viejo Williams se embarcó en una farsa. Fingiría tener cáncer terminal, con un pronóstico de tan solo seis meses de vida. Su fortuna, o al menos la mitad de ella, sería guardada en una cuenta secreta. La otra mitad, la que sería la carnada, se dejaría al descubierto. El abogado, previsor, le aconsejó que guardara la mayor parte del dinero para protegerlo de los buitres que seguramente se acercarían.

El plan comenzó a materializarse. El anciano Williams, antes un hombre vital, se convirtió en un fantasma, postrado en su cama, fingiendo una tos profunda y una debilidad extrema. La noticia se extendió como la pólvora por toda la casa: el jefe de la familia, el pilar de su existencia, se estaba muriendo. El médico, con una tristeza fingida, les comunicó a todos que el cáncer se lo llevaría en seis meses.

La primera reacción de la familia fue de conmoción y tristeza. Las lágrimas de Rose, la hija menor, eran tan sinceras que Williams casi se arrepiente de su plan. Frank y David, los hijos mayores, se veían genuinamente preocupados. Incluso Agatha, la esposa, parecía abatida por la noticia. Los primeros días, la familia se mantuvo unida: le llevaban comida, lo visitaban, le decían palabras de aliento y le aseguraban que no estaba solo. Pero la farsa no tardó en mostrar sus primeras grietas.

A medida que pasaba el tiempo, la máscara de dolor y amor se caía. Agatha, la esposa, se quejaba del “olor a muerte” en la habitación de su marido y decidió mudarlo a la habitación de invitados. Frank, el primogénito, comenzó a actuar como el nuevo jefe de la empresa, despidiendo a los empleados más leales de su padre, organizando fiestas y gastando dinero a manos llenas. David, el segundo, se dedicó a vender las propiedades de su padre, incluyendo un hotel y un terreno, para malgastar el dinero en una nueva relación. Cynthia, la hija mayor, se olvidó de su padre y se dedicó a comprar joyas y ropa costosa.

Solo una persona en la mansión parecía inmune al veneno de la codicia: Rose, la hija menor. Ella era la única que permanecía a su lado, cuidándolo con amor y paciencia, limpiándole el cuerpo, dándole de comer, contándole historias y llorando en silencio por el padre que creía que se le iba. Su amor era tan puro que Williams se preguntaba si su farsa valía la pena, si la bondad de una sola persona podía compensar la traición de los demás.

Las traiciones de la familia Williams eran tan públicas que llegaron a oídos de la prensa. Los chismes corrían por la ciudad: los hijos del anciano magnate se estaban peleando a gritos por una herencia que aún no les correspondía. El abogado de la familia, el señor John, que actuaba como guardián de la fortuna, tuvo que intervenir en secreto para que las propiedades vendidas por David no cayeran en manos de extraños.

El caos reinaba en la mansión Williams. Frank, el primogénito, se peleaba con David, el segundo, por el dinero de la empresa. Ambos se acusaban de ser unos inútiles y de querer destruir la fortuna de su padre. Cynthia y David se peleaban por un terreno que había sido vendido a sus espaldas. Incluso Agatha, la esposa, regañaba a sus hijos por vender las propiedades de su padre sin consultarla. Rose, la más pequeña, intentaba en vano traer la paz a su hogar, suplicando a sus hermanos que se detuvieran, que su padre todavía estaba vivo. Sus lágrimas, sus súplicas, sus gritos de dolor se perdían en el eco de la codicia.

Una noche, mientras Rose lo cuidaba, el viejo Williams escuchó a su esposa hablar con Cynthia, su hija mayor. Ambas comentaban cómo sería el día en que su padre muriera, cómo se repartirían la fortuna y cómo gastarían el dinero. El corazón de Williams, que había sobrevivido a un supuesto cáncer, se rompió por la tristeza. A pesar de todo, solo el amor de Rose lo mantenía vivo.

En un momento de soledad, el viejo Williams se preguntó si había cometido un error. ¿Qué había hecho mal para que sus hijos se convirtieran en monstruos? Su pregunta se ahogó en un gemido de dolor. La traición era peor que cualquier enfermedad.

Pero el plan de Williams, a pesar del dolor, estaba funcionando. La máscara de la familia se había caído y sus verdaderas intenciones estaban a la vista. El anciano sabía que el final de la farsa se acercaba y que su venganza sería tan dolorosa como la traición.

Una mañana, cuando todos los hijos se encontraban en el salón, peleando una vez más, la puerta se abrió. En el umbral no estaba el anciano débil y moribundo, sino un hombre fuerte, con un brillo en los ojos que no se veía desde hacía meses. Con un solo gesto, el viejo Williams, ahora sano y erguido, puso fin a la guerra de sus hijos. Les dijo que ya no quería verlos, que la avaricia los había convertido en unos extraños para él. A su lado, la única que lo miraba con genuino amor, estaba Rose, su hija más pequeña, la única que había superado la prueba.

La fortuna de Williams, la que había sido guardada en una cuenta secreta, sería solo para Rose. Para sus otros hijos, la empresa sería repartida en partes iguales, para que tuvieran que trabajar juntos y para que se dieran cuenta de que la ambición y la codicia no te llevarían a ninguna parte. La lección había sido aprendida, pero el costo de la verdad había sido la autodestrucción de una familia.