El 10 de noviembre de 1985, un cazador llamado Robert White caminaba por los senderos de Bear Brook State Park, en Allenstown, New Hampshire. Llevaba dos décadas recorriendo ese mismo bosque, conocía cada tronco caído y cada claro como la palma de su mano. Pero ese día, algo rompió la rutina: un destello metálico entre los árboles. Al acercarse, encontró un barril de metal de 55 galones, oxidado y oculto bajo la maleza. El olor lo confirmó antes de abrirlo: muerte. Dentro, envueltos en bolsas plásticas, estaban los restos de una mujer joven y una niña.
El hallazgo estremeció al pequeño estado. Los forenses determinaron que ambas habían muerto por golpes en la cabeza. La mujer tenía entre 23 y 33 años, cabello castaño rizado y varios arreglos dentales. La niña, de entre 5 y 11 años, lucía un característico espacio entre los dientes frontales. Nadie sabía quiénes eran. En 1985 no existían bases de datos nacionales de ADN ni la tecnología de genealogía genética. La policía difundió bocetos, revisó reportes de desaparecidos, pidió ayuda a otras jurisdicciones. Nada. Con el tiempo, el caso cayó en el archivo de “no resueltos”.
Pero el bosque aún guardaba secretos.
En mayo del año 2000, investigadores revisaban la zona por si nuevas pistas emergían. A unos cien metros del primer hallazgo, apareció otro barril idéntico. Dentro había dos niñas más, de entre 1 y 4 años, también envueltas en plástico y asesinadas con la misma brutalidad. El espanto se duplicó: no eran dos víctimas, sino cuatro. Una madre y tres niñas, aniquiladas y abandonadas como desechos.
El caso saltó a la televisión nacional. “Unsolved Mysteries” y “America’s Most Wanted” mostraron reconstrucciones faciales de las víctimas. Se hicieron análisis de ADN que, años después, revelaron un dato clave: tres de ellas estaban emparentadas.
La mujer y dos de las niñas compartían linaje materno; la tercera niña no estaba relacionada. El escenario apuntaba a un hombre que había asesinado a su pareja, a sus hijas… y a su propia hija biológica.
La historia del asesino resultó aún más macabra.
En 2015, la genealogista forense Barbara Rae-Venter aplicó una técnica novedosa: rastrear parientes lejanos de las víctimas a través de bases de datos de ADN de consumidores. Esto coincidió con otro caso: una niña llamada “Lisa”, abandonada en un campamento en 1986 por un hombre que usaba el alias Gordon Jenson. Lisa resultó ser hija de Denise Beaudin, desaparecida en New Hampshire en 1981 junto a su pareja, un tal Robert “Bob” Evans. Beaudin nunca fue encontrada.
El ADN no dejó dudas: Evans era el padre biológico de una de las niñas del barril. El misterio se desenmascaraba: el asesino no solo había exterminado a una familia, sino también a su propia hija.
¿Quién era realmente este hombre?
Durante años había usado nombres falsos: Robert Evans, Gordon Jenson, Curtis Kimball, Larry Vanner. Tras su muerte en prisión en 2010, las pruebas genéticas lo revelaron: su nombre verdadero era Terry Peder Rasmussen, nacido en Colorado en 1943. Había sido esposo y padre, pero en los 70 abandonó a su familia legítima y emprendió una carrera de crímenes bajo identidades inventadas. La prensa lo bautizó como “el asesino camaleón”.
Su modus operandi era perverso y repetitivo: seducía a mujeres vulnerables, muchas veces madres solteras, ganaba su confianza y luego desaparecía… tras matarlas a ellas y a sus hijos.
Faltaba la pieza más dolorosa: ¿quiénes eran las víctimas de Bear Brook?
La respuesta llegó en 2018, gracias a una bibliotecaria aficionada a la genealogía, Rebecca Heath. Investigando en Ancestry.com, halló una vieja publicación de un hombre que buscaba a su hermana desaparecida en los 70 junto a su madre y su otra hermana. Los datos coincidían con los perfiles de las víctimas. Con pruebas de ADN, la policía confirmó lo impensable: los barriles contenían los cuerpos de Marlise Elizabeth Honeychurch, de 24 años, y sus dos hijas, Marie Vaughn, de 6, y Sarah McWaters, de apenas 1 año.
Después de más de tres décadas enterradas como “desconocidas”, las víctimas de Bear Brook recuperaron sus nombres en 2019. Para sus familias fue un alivio amargo: al fin sabían qué había pasado, pero la verdad era insoportable.
El caso de Bear Brook se convirtió en un hito de la criminología. Mostró los límites de la investigación en los 80 y 90, pero también el poder del ADN y de la genealogía forense para dar identidad a quienes habían sido olvidados. Expuesto al fin, Terry Rasmussen quedó registrado como uno de los asesinos seriales más crueles y escurridizos de la historia.
Hoy, el bosque de Bear Brook parece tranquilo otra vez, pero sus árboles guardan la memoria de un crimen que tardó más de treinta años en resolverse. Un recordatorio escalofriante de que la verdad, aunque tarde, siempre encuentra la manera de salir a la luz.
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