En marzo de 1993, David Turner, un joven y brillante agente encubierto de la DEA, desapareció en Medellín, Colombia, mientras llevaba a cabo una operación contra el cartel que dominaba la región. La versión oficial señaló que había sido “víctima de la violencia del narcotráfico”, y tras apenas seis meses de investigación, su caso fue archivado. Su familia nunca creyó del todo la explicación. Durante diez años, su madre y su hermana vivieron con la incertidumbre de no saber qué le había pasado en realidad.

La verdad empezó a salir a la luz una década después, cuando Pablo Herrera, un campesino que participaba en un programa de sustitución de cultivos, halló enterrados en un terreno de cacao los restos del equipo de Turner.

Primero desenterró una cadena metálica rota, luego un chaleco antibalas perforado por balas, una radio destrozada y finalmente una billetera empapada con la identificación oficial de la DEA. No había dudas: esos eran los objetos personales del agente desaparecido.

El hallazgo reactivó inmediatamente el caso. Las autoridades estadounidenses confirmaron que Turner había sido declarado desaparecido en acción el 18 de marzo de 1993. Para su familia, la noticia fue un golpe de esperanza y dolor. Su hermana, Rachel Turner, que entonces tenía 23 años cuando él desapareció, recibió la llamada que había esperado durante una década. Lo que encontró en la mesa de pruebas fue suficiente para remover todas sus sospechas: la cadena del dog tag estaba rota, como arrancada a la fuerza, y los equipos de comunicación habían sido destruidos deliberadamente.

La investigación reveló que Turner había estado trabajando bajo el alias de “Michael Rodríguez” como comprador de droga para infiltrarse en las redes financieras del cartel. Su misión era parte de la llamada Operación Green Sweep, un esfuerzo conjunto para desmantelar las estructuras de lavado de dinero. Sin embargo, su desaparición no parecía haber sido producto de un accidente ni de un simple ajuste de cuentas: había demasiados indicios de una eliminación calculada.

A medida que Rachel revisaba los archivos y consultaba con agentes retirados, emergió una verdad inquietante. Varios exagentes confirmaron que Turner había detectado irregularidades financieras dentro de la propia DEA. Informes alterados, fondos incautados que desaparecían y operaciones encubiertas cuyos resultados nunca llegaban completos a los tribunales. Todo apuntaba a que alguien dentro de la agencia estaba lucrando con la misma guerra contra el narcotráfico.

El nombre que se repetía era el de James Mitchell, entonces supervisor directo de Turner. Oficialmente, Mitchell fue descrito como un veterano condecorado, pero los registros financieros revelaban un patrón: grandes depósitos en cuentas personales durante los mismos periodos en que dirigía operaciones contra el cartel. Rachel y un investigador privado, Robert Chen, encontraron documentos que demostraban que Mitchell y otros agentes desviaban dinero incautado, reportaban cifras menores y, en algunos casos, vendían información directamente a los carteles.

El golpe más fuerte llegó cuando se supo que Turner había enviado un mensaje encriptado a la sede central de la DEA, advirtiendo sobre estas irregularidades, dos días antes de desaparecer. Ese mensaje nunca llegó a destino. Fue interceptado en la oficina de Mitchell. La conclusión era inevitable: Turner fue silenciado porque estaba demasiado cerca de destapar una red de corrupción dentro de la agencia.

Los hallazgos de Rachel coincidieron con un patrón aún más escalofriante. Entre 1992 y 1994, al menos ocho agentes estadounidenses desaparecieron en circunstancias similares durante operaciones contra carteles. En seis de esos casos, alguien intentó acceder a sus cuentas encubiertas poco después de su desaparición. Ninguna de esas investigaciones fue vinculada entre sí, lo que sugiere que las desapariciones no eran hechos aislados, sino parte de un esquema organizado y sistemático.

Para la familia Turner, el hallazgo del campo de cacao se convirtió en la pieza que faltaba en un rompecabezas de traiciones y silencios. Lo que comenzó como una tragedia personal pronto destapó una red de corrupción que habría operado durante más de una década dentro de la DEA, cobrando la vida de múltiples agentes y poniendo en riesgo operaciones internacionales.

Hoy, el caso ha sido reabierto bajo la supervisión del FBI, y aunque las investigaciones oficiales avanzan lentamente, Rachel Turner se ha convertido en la voz más firme pidiendo justicia. “Mi hermano murió porque no estaba dispuesto a mirar hacia otro lado”, declaró recientemente. “Si hay quienes creen que pueden enriquecerse vendiendo secretos y traicionando a sus propios compañeros, yo no descansaré hasta que se sepa la verdad”.

El caso Turner sigue siendo una herida abierta tanto para su familia como para las instituciones estadounidenses encargadas de la lucha antidroga. Lo que parecía la simple desaparición de un agente encubierto en una zona de guerra se ha transformado en un espejo incómodo que revela que, a veces, las amenazas no solo vienen del enemigo externo, sino desde adentro.