El calor del desierto de Nevada ha guardado durante años un secreto que ahora empieza a salir a la luz. En agosto de 1999, la detective Sarah Chen recibió un aviso anónimo que la llevó a una cabaña abandonada a 15 millas de Indian Springs. Allí, bajo la arena acumulada por una década de tormentas, encontró lo que nunca pensó volver a ver: la placa de su compañero y amigo, el agente especial del FBI Marcus Rivera, desaparecido en 1989.
Rivera había estado investigando una red de tráfico de armas en la frontera entre Nevada y California cuando, de un día para otro, desapareció sin dejar rastro. Su coche oficial apareció en un aparcamiento de casino con las llaves aún en el encendido, pero no había señales de lucha ni exigencias de rescate. Para todos, el desierto lo había tragado. Para Sarah, el hallazgo de la placa reabrió una herida que nunca había cerrado.
Marcus no era solo un colega. Durante tres años fueron compañeros inseparables en la lucha contra el crimen, y entre ellos existía un vínculo más profundo de lo que Chen se atrevía a admitir. Su desaparición dejó un vacío imposible de llenar. Ahora, una década después, un desconocido la guiaba hacia un rastro que parecía haber sido dejado a propósito.
La placa no estaba sola. En las inmediaciones, Sarah encontró huellas de neumáticos, un trozo de tela azul enganchado en un árbol y unas iniciales talladas en la madera: JH. Todo apuntaba a un nombre que pronto se repetiría en la investigación: Joseph Hartwell, un empresario de la construcción con varias propiedades en el desierto.
Cuando Sarah informó a su superior, el teniente Rodríguez, este le mostró otra pista: una nota anónima que decía claramente que “la placa era solo el comienzo” y la invitaba a revisar los registros de propiedades de Hartwell entre 1989 y 1999. La coincidencia con las iniciales talladas en la cabaña no pasó desapercibida.
Las investigaciones revelaron que Hartwell había acumulado terrenos en la zona durante más de treinta años, bajo la fachada de un modesto empresario. Vecinos lo describían como un hombre solitario, trabajador y marcado por la muerte de su esposa. Sin embargo, sus reacciones cuando Sarah lo confrontó por la desaparición de Rivera levantaron todas las sospechas: nerviosismo, evasivas y una negativa rotunda a permitir una revisión sin orden judicial.
Pero la historia tenía un trasfondo aún más oscuro. Un agente del FBI, Robert Foster, reveló a Sarah lo que nunca le habían contado: Marcus no había desaparecido en una misión rutinaria, sino infiltrado en una peligrosa red de tráfico de armas bajo la identidad encubierta de Marcus Valdez. Durante seis meses se había hecho pasar por un exmilitar corrupto, logrando acceso a círculos criminales que incluían a figuras poderosas como Vincent Carboni, un conocido traficante que apareció ejecutado semanas después de la desaparición de Rivera.
Todo encajaba en un rompecabezas inquietante: alguien había estado limpiando cabos sueltos. Si Carboni fue eliminado, ¿qué había pasado realmente con Marcus? ¿Había sido asesinado o estaba siendo retenido en algún lugar secreto? La idea de que su compañero pudiera seguir con vida, después de diez años, golpeó a Sarah con una mezcla de esperanza y miedo.
Las pistas señalaban a Hartwell. En su taller, los investigadores hallaron planos de un complejo subterráneo, ventilado y reforzado como si estuviera diseñado para ocultar algo —o a alguien— durante años. En la tierra detrás del taller, el radar detectó estructuras enterradas. Al mismo tiempo, Sarah empezó a recibir mensajes amenazantes: “La verdad está enterrada más hondo de lo que crees. Deja de cavar o únete a tu compañero”.
La detective sabía que no podía detenerse. El caso que parecía enterrado por el tiempo se había transformado en una carrera contrarreloj. ¿Era Marcus una víctima olvidada de la guerra sucia contra el tráfico de armas, o seguía vivo, esperando que alguien lo encontrara?
La reapertura del caso Rivera no solo puso en jaque al FBI y a la policía local, también dejó claro que alguien en las sombras aún vigilaba cada movimiento de los investigadores. Lo único seguro es que el desierto había devuelto una parte de la verdad. Y lo que quedaba enterrado podía cambiarlo todo.
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