Amora siempre fue una niña tranquila, de ojos grandes y curiosos, con trenzas perfectamente hechas. Le encantaba dibujar flores en las esquinas de sus cuadernos y perderse en historias de niños valientes. Sin embargo, había algo que la aterrorizaba todos los días: las matemáticas. Los números la hacían sentir pequeña y vulnerable, como si la persiguieran sin descanso.
Su madre, Mosi, una empresaria reconocida en Lagos, quería lo mejor para ella. Pagaba las mejores escuelas, uniformes y tutores privados, pero nada podía calmar el miedo de Amora cuando el profesor de matemáticas le pedía resolver un ejercicio frente a toda la clase. Esa mañana, con el sol entrando por las ventanas, el reloj marcaba cada segundo y el tablero estaba lleno de tablas de multiplicar. Cuando Mr. Beo, su profesor, le preguntó cuánto era 7 por 6, Amora sintió que el mundo se detenía. Primero respondió mal, sintiendo la risa de sus compañeros, hasta que, con esfuerzo, logró decir 42.
Aun así, la humillación no desapareció. Un compañero la cuestionó y la clase estalló en carcajadas. Al salir de la escuela, Amora caminó sola, intentando contener las lágrimas mientras las palabras de los demás le pesaban como clavos invisibles. En casa, su madre la esperaba con exigencias; quería resultados inmediatos y programó otra sesión de tutoría. Pero por más que los tutores intentaran, Amora sentía que los números simplemente “escapaban” de su mente.
Al día siguiente, buscando un poco de aire, Amora se sentó en un pequeño parque cerca de la escuela. Allí apareció Chik, un niño de 14 años con ropa gastada y una sonrisa amable. Sin invadir su espacio, se ofreció a ayudarla. Con palitos y nueces, le enseñó a visualizar los números y multiplicar de manera tangible. Amora, tocando cada objeto y contando despacio, comenzó a comprender. Por primera vez, los números dejaron de ser monstruos; empezaron a ser grupos que podía organizar y entender.
Cuando la madre de Amora la encontró en el parque, la preocupación y la rigidez chocaron con la experiencia de aprendizaje que Amora había vivido. Chik no era un tutor profesional, ni alguien conocido, pero había abierto la puerta que los métodos convencionales no habían logrado. Mosi insistió en establecer límites por seguridad, pero Amora comprendió que había encontrado una forma de aprender que realmente funcionaba para ella. Esa tarde, con un nuevo tutor profesional, Amora continuó estudiando, pero el recuerdo de Chik y su método permaneció como la chispa que había transformado su miedo en comprensión.
La historia de Amora nos recuerda que la enseñanza no siempre viene de libros caros ni de tutores prestigiosos. A veces, la paciencia, la creatividad y la conexión humana son las herramientas más poderosas para abrir la mente de un niño y mostrarle que los desafíos pueden ser entendidos, no temidos.
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