Mi hermana quiso robarme mi prometido.

Mis manos temblaban mientras me miraba en el espejo de cuerpo entero. El vestido de novia se ajustaba perfectamente a mi figura, realzando mi vientre de seis meses de embarazo. Me veía hermosa, radiante incluso. Diego había elegido bien cuando me propuso que fuera este el vestido para nuestra boda de la próxima semana.

—Te ves preciosa, mi amor —había dicho cuando salí del probador hace dos semanas—. Eres la mujer más bella del mundo.

Y yo le creí. ¿Cómo no hacerlo? Durante los últimos tres años, Diego había sido mi apoyo incondicional. Nunca me había hecho sentir menos por estar en silla de ruedas desde el accidente que tuve a los veinte años. Al contrario, me hacía sentir completa, amada, deseada.

—Carmen va a venir para ayudarme con el maquillaje —le dije mientras me acomodaba el velo—. Sabes cómo es mi hermana con estas cosas. Es una artista.

Diego sonrió y me besó la frente.

—Perfecto. Yo voy a estar abajo con los padrinos repasando los detalles de última hora.

Cuando se fue, me quedé sola admirando mi reflejo. Nunca pensé que este día llegaría. Después del accidente, había perdido la esperanza de encontrar a alguien que me amara por completo. Pero Diego apareció como un rayo de luz en mi vida oscura.

Escuché los pasos de Carmen subiendo las escaleras. Mi hermana menor siempre había sido mi confidente, mi mejor amiga. Ella fue quien me presentó a Diego en esa fiesta hace tres años.

—¡Carmen! —grité desde el dormitorio—. ¡Ven a verme! ¡Ya tengo puesto el vestido!

Pero en lugar de su respuesta, escuché voces en el pasillo. Era Carmen hablando con alguien. Me acerqué lentamente a la puerta en mi silla.

—Diego, tengo que decirte algo —escuché la voz de mi hermana, tensa y preocupada.

Mi corazón comenzó a latir más rápido. ¿Por qué Carmen estaba hablando con mi prometido? ¿Y por qué sonaba tan seria?

—¿Qué pasa, Carmen? —respondió Diego—. ¿Todo está bien?

—No, no está bien —la voz de Carmen se quebró ligeramente—. No puedo seguir callando esto. Diego, lo que estás haciendo está mal.

Sentí que el mundo se detenía. ¿De qué estaba hablando mi hermana?

—No entiendo —dijo Diego, y pude percibir la confusión en su voz.

—Claro que entiendes —Carmen levantó la voz—. ¿Realmente crees que puedes ser feliz casándote con Elena? ¿Una mujer que no puede caminar? ¿Una mujer que va a depender de ti para todo el resto de su vida?

Las palabras cayeron sobre mí como una avalancha helada. Mis manos se aferraron a los brazos de mi silla de ruedas hasta que mis nudillos se pusieron blancos.

—Carmen, ¿qué estás diciendo? —Diego sonaba genuinamente sorprendido.

—¡Lo que todos pensamos pero nadie se atreve a decir! —Carmen gritó—. Elena no puede hacerte feliz. No puede ser una esposa completa para ti. No puede bailar contigo, no puede correr por la playa, no puede… no puede darte una vida normal.

Sentí que las lágrimas comenzaban a rodar por mis mejillas, manchando el maquillaje que ya me había aplicado. El vestido de novia que hacía unos minutos me hacía sentir como una princesa, ahora se sentía como una prisión de tela blanca.

—¿Y el bebé? —continuó Carmen—. ¿Crees que ella podrá cuidarlo adecuadamente? ¿Levantar a un niño desde una silla de ruedas? ¿Correr detrás de él cuando crezca?

—¡Basta! —gritó Diego, y su voz resonó por toda la casa—. ¡No voy a escuchar ni una palabra más!

—¡Diego, sé realista! —Carmen insistió—. Yo amo a mi hermana, la amo con toda mi alma, pero no puedo permitir que arruines tu vida por lástima.

—¿Lástima? —Diego rió amargamente—. ¿Crees que todo esto es lástima?

—¿Qué más podría ser? —Carmen preguntó—. Tú eres joven, atractivo, tienes toda una vida por delante. Podrías estar con cualquier mujer que camine, que sea independiente, que te dé una familia normal…

Ya no pude escuchar más. El dolor en mi pecho era tan intenso que sentí que no podía respirar. Me alejé de la puerta y regresé frente al espejo. La mujer que me devolvía la mirada ya no era la novia radiante de hace unos minutos. Era una mujer rota, destrozada por las palabras de la persona en quien más confiaba.

¿Todo había sido lástima? ¿Los “te amo” de Diego, sus caricias, sus besos, todo había sido un acto de caridad hacia la pobre mujer discapacitada?

Mis manos fueron automáticamente a mi vientre, donde crecía nuestro hijo. ¿Carmen tenía razón? ¿No podría ser una buena madre desde mi silla de ruedas? ¿Era egoísta de mi parte traer un niño al mundo cuando yo era… defectuosa?

—¡Carmen, vete de aquí ahora mismo! —escuché gritar a Diego—. ¡No quiero verte en mi boda!

—¡Diego, por favor, escúchame! —Carmen suplicó.

—¡No hay nada que escuchar! —Diego gritó—. ¡Amo a Elena! ¡La amo por quien es, no a pesar de quien es! ¡Y si no puedes entender eso, entonces no conoces a tu hermana en absoluto!

Escuché pasos rápidos acercándose a la puerta. Rápidamente me limpié las lágrimas y traté de componerme.

—Elena, mi amor, ¿puedo pasar? —Diego tocó suavemente la puerta.

—Sí —respondí, tratando de que mi voz sonara normal.

Diego entró y se detuvo en seco al verme. Sus ojos se llenaron de dolor inmediatamente.

—Lo escuchaste, ¿verdad? —preguntó suavemente.

No pude mentirle. Los ojos se me llenaron de lágrimas nuevamente y asentí.

Diego corrió hacia mí y se arrodilló frente a mi silla, tomando mis manos entre las suyas.

—Elena, mírame —dijo con voz firme pero tierna—. Mírame a los ojos.

Levanté la vista hacia él, y vi en sus ojos la misma luz que había visto durante los últimos tres años.

—Cada palabra que me dijo tu hermana es mentira —dijo—. Yo no te amo por lástima. Te amo porque eres la mujer más fuerte, más inteligente, más hermosa que conozco. Te amo porque me haces reír hasta que me duele el estómago. Te amo porque cuando hablas de tus sueños, tus ojos brillan como las estrellas.

—Pero Diego —susurré—. ¿Y si ella tiene razón? ¿Y si no puedo hacerte feliz? ¿Y si no puedo ser una buena madre?

Diego se puso de pie y me besó con una pasión que disipó todas mis dudas por un momento.

—Elena Martínez —dijo, mirándome directamente a los ojos—. Tú ya me haces feliz. Cada día que paso contigo es el mejor día de mi vida. Y en cuanto a ser madre… —puso su mano sobre mi vientre—. Este pequeño tiene la suerte de tener a la mujer más amorosa del mundo como madre.

Las lágrimas ahora corrían libremente por mi rostro, pero eran lágrimas de alivio, no de dolor.

—¿De verdad crees todo eso? —pregunté.

—Con cada fibra de mi ser —respondió Diego—. Y si necesitas que te lo demuestre todos los días por el resto de nuestras vidas, lo haré con mucho gusto.

Escuché pasos en las escaleras. Carmen apareció en la puerta, con los ojos rojos de llorar.

—Elena —dijo con voz quebrada—. Por favor, perdóname.

La miré durante un largo momento. Esta mujer había sido mi hermana, mi confidente, mi mejor amiga. Y ahora había destrozado mi corazón con palabras que nunca podría olvidar completamente.

—Carmen —dije finalmente—. No sé si algún día podré perdonarte por esto. Pero lo que sí sé es que no quiero que estés en mi boda.

Carmen comenzó a sollozar.

—Elena, por favor. Yo solo quería protegerte…

—¿Protegerme? —pregunté, sintiendo una furia que no sabía que tenía—. ¿Protegerme de qué? ¿De ser feliz? ¿De ser amada?

—Yo pensé… —Carmen balbuceó.

—Pensaste que porque estoy en una silla de ruedas, no merezco amor verdadero —terminé por ella—. Pensaste que cualquier hombre que me ame debe estar loco o debe sentir lástima por mí.

—No, Elena, yo…

—Vete —dije con una voz más fuerte de lo que me sentía—. Vete ahora y no regreses.

Carmen me miró una vez más, luego a Diego, y finalmente salió corriendo de la habitación. La escuchamos bajar las escaleras y salir de la casa.

Diego y yo nos quedamos en silencio durante varios minutos. Él siguió arrodillado frente a mi silla, sosteniéndome las manos.

—¿Todavía quieres casarte conmigo la próxima semana? —pregunté finalmente.

Diego sonrió, esa sonrisa que me enamoró desde el primer día.

—Elena, te casaría ahora mismo si pudiéramos —dijo—. De hecho, ¿qué tal si nos vamos a Las Vegas mañana?

Me reí a pesar de todo el dolor que había sentido.

—¿Estás loco?

—Completamente loco —respondió Diego—. Loco por ti.

Me miré una vez más en el espejo. El vestido seguía siendo hermoso, mi vientre seguía creciendo con nuestro hijo, y el hombre que amaba seguía arrodillado frente a mí, mirándome como si fuera la octava maravilla del mundo.

Tal vez Carmen tenía razón en una cosa: mi vida no sería “normal”. Pero normal está sobrevalorado. Mi vida sería real, sería auténtica, sería llena de un amor que había superado la prueba más difícil que podía imaginar.

—Sabes qué —le dije a Diego—. Creo que voy a necesitar una dama de honor nueva.

—¿Tienes a alguien en mente?

—Sí —sonreí—. Tu hermana Patricia siempre me ha caído muy bien.

Diego se puso de pie y me besó una vez más.

—Te amo, Elena Martínez. En seis días, vas a ser Elena Rivera, y no puedo esperar a pasar el resto de mi vida demostrándote lo equivocada que estaba tu hermana.

—Te amo también, Diego Rivera —respondí—. Y sabes qué más…

—¿Qué?

—Creo que voy a ser una madre increíble.

Diego sonrió hasta las orejas.

—De eso no tengo la menor duda.

Mientras él salía para llamar a Patricia y pedirle que fuera mi dama de honor, me quedé mirándome en el espejo una vez más. Esta vez, lo que vi fue diferente. Vi a una mujer fuerte, una mujer amada, una mujer que estaba a punto de casarse con su alma gemela y traer una nueva vida al mundo.

Las palabras de Carmen siempre estarían ahí, como una cicatriz en mi corazón. Pero ya no definirían quién era yo o lo que merecía. Yo merecía amor. Yo merecía felicidad. Y en seis días, iba a tener ambos en abundancia.

El vestido de novia nunca se había visto tan hermoso.

¿Les gustó este relato?

Mi hermana quiso robarme mi prometido.

Mis manos temblaban mientras me miraba en el espejo de cuerpo entero. El vestido de novia se ajustaba perfectamente a mi figura, realzando mi vientre de seis meses de embarazo. Me veía hermosa, radiante incluso. Diego había elegido bien cuando me propuso que fuera este el vestido para nuestra boda de la próxima semana.

—Te ves preciosa, mi amor —había dicho cuando salí del probador hace dos semanas—. Eres la mujer más bella del mundo.

Y yo le creí. ¿Cómo no hacerlo? Durante los últimos tres años, Diego había sido mi apoyo incondicional. Nunca me había hecho sentir menos por estar en silla de ruedas desde el accidente que tuve a los veinte años. Al contrario, me hacía sentir completa, amada, deseada.

—Carmen va a venir para ayudarme con el maquillaje —le dije mientras me acomodaba el velo—. Sabes cómo es mi hermana con estas cosas. Es una artista.

Diego sonrió y me besó la frente.

—Perfecto. Yo voy a estar abajo con los padrinos repasando los detalles de última hora.

Cuando se fue, me quedé sola admirando mi reflejo. Nunca pensé que este día llegaría. Después del accidente, había perdido la esperanza de encontrar a alguien que me amara por completo. Pero Diego apareció como un rayo de luz en mi vida oscura.

Escuché los pasos de Carmen subiendo las escaleras. Mi hermana menor siempre había sido mi confidente, mi mejor amiga. Ella fue quien me presentó a Diego en esa fiesta hace tres años.

—¡Carmen! —grité desde el dormitorio—. ¡Ven a verme! ¡Ya tengo puesto el vestido!

Pero en lugar de su respuesta, escuché voces en el pasillo. Era Carmen hablando con alguien. Me acerqué lentamente a la puerta en mi silla.

—Diego, tengo que decirte algo —escuché la voz de mi hermana, tensa y preocupada.

Mi corazón comenzó a latir más rápido. ¿Por qué Carmen estaba hablando con mi prometido? ¿Y por qué sonaba tan seria?

—¿Qué pasa, Carmen? —respondió Diego—. ¿Todo está bien?

—No, no está bien —la voz de Carmen se quebró ligeramente—. No puedo seguir callando esto. Diego, lo que estás haciendo está mal.

Sentí que el mundo se detenía. ¿De qué estaba hablando mi hermana?

—No entiendo —dijo Diego, y pude percibir la confusión en su voz.

—Claro que entiendes —Carmen levantó la voz—. ¿Realmente crees que puedes ser feliz casándote con Elena? ¿Una mujer que no puede caminar? ¿Una mujer que va a depender de ti para todo el resto de su vida?

Las palabras cayeron sobre mí como una avalancha helada. Mis manos se aferraron a los brazos de mi silla de ruedas hasta que mis nudillos se pusieron blancos.

—Carmen, ¿qué estás diciendo? —Diego sonaba genuinamente sorprendido.

—¡Lo que todos pensamos pero nadie se atreve a decir! —Carmen gritó—. Elena no puede hacerte feliz. No puede ser una esposa completa para ti. No puede bailar contigo, no puede correr por la playa, no puede… no puede darte una vida normal.

Sentí que las lágrimas comenzaban a rodar por mis mejillas, manchando el maquillaje que ya me había aplicado. El vestido de novia que hacía unos minutos me hacía sentir como una princesa, ahora se sentía como una prisión de tela blanca.

—¿Y el bebé? —continuó Carmen—. ¿Crees que ella podrá cuidarlo adecuadamente? ¿Levantar a un niño desde una silla de ruedas? ¿Correr detrás de él cuando crezca?

—¡Basta! —gritó Diego, y su voz resonó por toda la casa—. ¡No voy a escuchar ni una palabra más!

—¡Diego, sé realista! —Carmen insistió—. Yo amo a mi hermana, la amo con toda mi alma, pero no puedo permitir que arruines tu vida por lástima.

—¿Lástima? —Diego rió amargamente—. ¿Crees que todo esto es lástima?

—¿Qué más podría ser? —Carmen preguntó—. Tú eres joven, atractivo, tienes toda una vida por delante. Podrías estar con cualquier mujer que camine, que sea independiente, que te dé una familia normal…

Ya no pude escuchar más. El dolor en mi pecho era tan intenso que sentí que no podía respirar. Me alejé de la puerta y regresé frente al espejo. La mujer que me devolvía la mirada ya no era la novia radiante de hace unos minutos. Era una mujer rota, destrozada por las palabras de la persona en quien más confiaba.

¿Todo había sido lástima? ¿Los “te amo” de Diego, sus caricias, sus besos, todo había sido un acto de caridad hacia la pobre mujer discapacitada?

Mis manos fueron automáticamente a mi vientre, donde crecía nuestro hijo. ¿Carmen tenía razón? ¿No podría ser una buena madre desde mi silla de ruedas? ¿Era egoísta de mi parte traer un niño al mundo cuando yo era… defectuosa?

—¡Carmen, vete de aquí ahora mismo! —escuché gritar a Diego—. ¡No quiero verte en mi boda!

—¡Diego, por favor, escúchame! —Carmen suplicó.

—¡No hay nada que escuchar! —Diego gritó—. ¡Amo a Elena! ¡La amo por quien es, no a pesar de quien es! ¡Y si no puedes entender eso, entonces no conoces a tu hermana en absoluto!

Escuché pasos rápidos acercándose a la puerta. Rápidamente me limpié las lágrimas y traté de componerme.

—Elena, mi amor, ¿puedo pasar? —Diego tocó suavemente la puerta.

—Sí —respondí, tratando de que mi voz sonara normal.

Diego entró y se detuvo en seco al verme. Sus ojos se llenaron de dolor inmediatamente.

—Lo escuchaste, ¿verdad? —preguntó suavemente.

No pude mentirle. Los ojos se me llenaron de lágrimas nuevamente y asentí.

Diego corrió hacia mí y se arrodilló frente a mi silla, tomando mis manos entre las suyas.

—Elena, mírame —dijo con voz firme pero tierna—. Mírame a los ojos.

Levanté la vista hacia él, y vi en sus ojos la misma luz que había visto durante los últimos tres años.

—Cada palabra que me dijo tu hermana es mentira —dijo—. Yo no te amo por lástima. Te amo porque eres la mujer más fuerte, más inteligente, más hermosa que conozco. Te amo porque me haces reír hasta que me duele el estómago. Te amo porque cuando hablas de tus sueños, tus ojos brillan como las estrellas.

—Pero Diego —susurré—. ¿Y si ella tiene razón? ¿Y si no puedo hacerte feliz? ¿Y si no puedo ser una buena madre?

Diego se puso de pie y me besó con una pasión que disipó todas mis dudas por un momento.

—Elena Martínez —dijo, mirándome directamente a los ojos—. Tú ya me haces feliz. Cada día que paso contigo es el mejor día de mi vida. Y en cuanto a ser madre… —puso su mano sobre mi vientre—. Este pequeño tiene la suerte de tener a la mujer más amorosa del mundo como madre.

Las lágrimas ahora corrían libremente por mi rostro, pero eran lágrimas de alivio, no de dolor.

—¿De verdad crees todo eso? —pregunté.

—Con cada fibra de mi ser —respondió Diego—. Y si necesitas que te lo demuestre todos los días por el resto de nuestras vidas, lo haré con mucho gusto.

Escuché pasos en las escaleras. Carmen apareció en la puerta, con los ojos rojos de llorar.

—Elena —dijo con voz quebrada—. Por favor, perdóname.

La miré durante un largo momento. Esta mujer había sido mi hermana, mi confidente, mi mejor amiga. Y ahora había destrozado mi corazón con palabras que nunca podría olvidar completamente.

—Carmen —dije finalmente—. No sé si algún día podré perdonarte por esto. Pero lo que sí sé es que no quiero que estés en mi boda.

Carmen comenzó a sollozar.

—Elena, por favor. Yo solo quería protegerte…

—¿Protegerme? —pregunté, sintiendo una furia que no sabía que tenía—. ¿Protegerme de qué? ¿De ser feliz? ¿De ser amada?

—Yo pensé… —Carmen balbuceó.

—Pensaste que porque estoy en una silla de ruedas, no merezco amor verdadero —terminé por ella—. Pensaste que cualquier hombre que me ame debe estar loco o debe sentir lástima por mí.

—No, Elena, yo…

—Vete —dije con una voz más fuerte de lo que me sentía—. Vete ahora y no regreses.

Carmen me miró una vez más, luego a Diego, y finalmente salió corriendo de la habitación. La escuchamos bajar las escaleras y salir de la casa.

Diego y yo nos quedamos en silencio durante varios minutos. Él siguió arrodillado frente a mi silla, sosteniéndome las manos.

—¿Todavía quieres casarte conmigo la próxima semana? —pregunté finalmente.

Diego sonrió, esa sonrisa que me enamoró desde el primer día.

—Elena, te casaría ahora mismo si pudiéramos —dijo—. De hecho, ¿qué tal si nos vamos a Las Vegas mañana?

Me reí a pesar de todo el dolor que había sentido.

—¿Estás loco?

—Completamente loco —respondió Diego—. Loco por ti.

Me miré una vez más en el espejo. El vestido seguía siendo hermoso, mi vientre seguía creciendo con nuestro hijo, y el hombre que amaba seguía arrodillado frente a mí, mirándome como si fuera la octava maravilla del mundo.

Tal vez Carmen tenía razón en una cosa: mi vida no sería “normal”. Pero normal está sobrevalorado. Mi vida sería real, sería auténtica, sería llena de un amor que había superado la prueba más difícil que podía imaginar.

—Sabes qué —le dije a Diego—. Creo que voy a necesitar una dama de honor nueva.

—¿Tienes a alguien en mente?

—Sí —sonreí—. Tu hermana Patricia siempre me ha caído muy bien.

Diego se puso de pie y me besó una vez más.

—Te amo, Elena Martínez. En seis días, vas a ser Elena Rivera, y no puedo esperar a pasar el resto de mi vida demostrándote lo equivocada que estaba tu hermana.

—Te amo también, Diego Rivera —respondí—. Y sabes qué más…

—¿Qué?

—Creo que voy a ser una madre increíble.

Diego sonrió hasta las orejas.

—De eso no tengo la menor duda.

Mientras él salía para llamar a Patricia y pedirle que fuera mi dama de honor, me quedé mirándome en el espejo una vez más. Esta vez, lo que vi fue diferente. Vi a una mujer fuerte, una mujer amada, una mujer que estaba a punto de casarse con su alma gemela y traer una nueva vida al mundo.

Las palabras de Carmen siempre estarían ahí, como una cicatriz en mi corazón. Pero ya no definirían quién era yo o lo que merecía. Yo merecía amor. Yo merecía felicidad. Y en seis días, iba a tener ambos en abundancia.

El vestido de novia nunca se había visto tan hermoso.

¿Les gustó este relato?