
El silencio dentro del despacho del juez Adabio era tan pesado que se podía escuchar el latido de un corazón roto. Afuera, el bullicio incesante de Lagos seguía su curso; adentro, una historia de amor llegaba a su final con la firma de un bolígrafo. Allí estaba Abaini, inmóvil en su silla de madera, enfrentando la disolución de seis años de matrimonio. Frente a ella, Musa, impecable en su camisa de diseñador y con un reloj de oro brillando bajo la luz fría del techo, parecía más eufórico que dolido.
Para él, aquella audiencia no representaba la despedida de un amor, sino la conquista de una libertad largamente planeada. “He estado listo durante meses”, declaró con una sonrisa amplia, la misma que alguna vez había reservado para sus fotos de boda. Con un gesto triunfal, firmó los documentos con el bolígrafo Mont Blanc que ella le había regalado años atrás, símbolo de un amor y de sacrificios que ahora quedaban reducidos a nada.
“Peso muerto”, murmuró Musa al soltar el bolígrafo, como si seis años de entrega, apoyo y compañía no fueran más que una carga que había arrastrado demasiado tiempo. Para Abaini, aquellas palabras no rompieron su corazón; lo transformaron. Dentro de ella algo se endureció, no en rencor, sino en claridad: había dejado de ser la mitad de alguien para convertirse en su propio todo.
Con calma, tomó el mismo bolígrafo y firmó su nombre. No con prisa ni con vacilación, sino con la intención de recordar ese instante en el que recuperaba su identidad. Musa, satisfecho, dejó escapar una risa baja, convencido de que al fin quedaba libre de un matrimonio que él ya había enterrado tiempo atrás.
El juez Adabio, acostumbrado a la rutina de divorcios y separaciones, recogió los papeles con la misma serenidad de siempre. “La disolución queda completa”, anunció, aunque enseguida detuvo su mano al notar un documento adicional sujeto con un clip metálico.
Se trataba de una revelación financiera presentada aquella misma mañana por el abogado de Abaini. El juez ajustó sus gafas para leerlo con detenimiento. Musa, visiblemente irritado, preguntó qué significaba aquel retraso en lo que ya consideraba una victoria consumada.
“Declaraciones de activos y propiedad empresarial”, respondió el juez con calma. “Un procedimiento estándar.”
En ese momento, por primera vez en toda la audiencia, la sonrisa de Musa se borró. Su mirada confundida revelaba que no tenía idea de lo que estaba a punto de escuchar. Durante años, nunca se había preocupado por preguntar qué hacía Abaini mientras él perseguía sus ambiciones. Nunca le importó saber qué silencios guardaban sus noches, ni qué proyectos escondía detrás de su discreción.
Pero ahora, frente a ese documento sellado con la firma de un abogado, Musa comenzaba a comprender que la historia no terminaba con su libertad celebrada. Abaini, la mujer a la que llamó “peso muerto”, estaba a punto de demostrar que había mucho que él jamás había visto ni valorado.
Y mientras el juez empezaba a leer en voz alta, el aire en la sala cambió. Lo que Musa creía un final podría convertirse en el principio de una sorpresa que jamás imaginó.
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