El parque, como un gran pulmón verde en medio de la ciudad, es un espacio de contrastes. Los niños corren y se ríen, las familias disfrutan de un picnic y las personas sin hogar buscan un rincón tranquilo donde pasar el día. En una de esas bancas, con la mirada perdida y los brazos cruzados para combatir el frío, estaba Sara. Llevaba una sudadera vieja con una rasgadura en el codo y un pantalón descolorido por el tiempo. No pensaba mucho en el hambre, sino en la inquietante incertidumbre de no saber dónde dormiría esa noche. El refugio donde a veces se quedaba cerraba temprano los lunes, y ya era tarde. Había pasado la noche anterior caminando sin rumbo y no quería repetir la experiencia. Sin embargo, no tenía muchas opciones.

La escena que se desarrollaba frente a ella, al otro lado de la calle, era un remolino de vida. Un niño de unos seis años corría con las manos levantadas, persiguiendo palomas. De pronto, tropezó con una raíz que sobresalía de la banqueta y cayó de bruces. El golpe seco resonó en el aire. Sara no lo pensó dos veces. Se levantó de la banca y, mientras los demás curiosos se quedaban inmóviles, ella fue la única que se acercó. El niño lloraba, asustado, con una raspadura en la frente y los cordones de sus zapatos desatados. Sara se agachó con calma, manteniendo cierta distancia, como si no quisiera invadir su espacio. Ella solo vio a una criatura asustada que necesitaba ayuda, sin importarle la suciedad o el miedo que su presencia pudiera generar en los demás.

El niño levantó la vista, sin rastro de miedo en sus ojos. Sara, con mucho cuidado, le limpió la tierra del pantalón y le preguntó si estaba bien. Él solo asintió con la cabeza, llorando bajito. Ella notó que uno de los cordones estaba tan enredado que si se paraba así, volvería a caerse. Sin decir una palabra, se agachó más y con manos expertas, empezó a atarle el zapato con el cuidado de quien realiza una tarea importante. Y para ella, lo era.

Lo que Sara no sabía era que a pocos metros de distancia, dentro de un carro oscuro, un hombre de traje gris la estaba observando. Alejandro, un millonario que había bajado de su auto para seguir a su hijo Mateo, sintió que el corazón se le aceleraba cuando lo vio caer. Estaba a punto de correr hacia él, pero se detuvo al ver que alguien más se le había adelantado. En cuanto se dio cuenta de que era una mujer en situación de calle, dudó un momento, pero la duda se desvaneció cuando vio la delicadeza con la que ella trataba a su hijo. Se quedó allí, en silencio, observando cómo esa desconocida ayudaba a Mateo sin prisa ni lástima, solo con un cariño genuino.

Fue entonces que escuchó la risa de su hijo. Mateo, aún con las mejillas húmedas por las lágrimas, soltó una carcajada cuando Sara terminó de atarle el segundo nudo. Ella le hizo una mueca graciosa y el niño no pudo evitar reír. “¿Estás mejor?”, le preguntó ella con una voz tranquila. El niño asintió y señaló hacia el auto. “Ahí está mi papá”, dijo. Sara se quedó helada. Alejandro caminaba hacia ellos, alto, impecablemente vestido y con una expresión seria, pero no de enojo. Se agachó para revisar a su hijo. “¿Te lastimaste?”, le preguntó. “No, ya me curó”, dijo Mateo señalando a Sara. Ella bajó la mirada, sintiendo que su papel en esa escena había terminado, pero antes de que pudiera irse, Alejandro le habló. “Gracias por ayudarlo”. “No fue nada”, respondió ella sin mirarlo. “Sí fue. Fue mucho”, insistió él. “¿Estás bien?”. Sara lo miró sorprendida. No estaba acostumbrada a que alguien se preocupara por ella. Hizo un gesto ambiguo, pero el niño la detuvo, tomándola del brazo. “No te vayas”, le suplicó.

Sara volvió a agacharse y le sonrió. “Tengo que irme, campeón. No sé si volveré”. Mateo la abrazó sin miedo, y en ese momento, Alejandro sintió un nudo en el pecho. Ver a su hijo, que no se había apegado a nadie desde que su madre murió, abrazar a esa desconocida, le removió algo por dentro. “¿Te gustaría que te invitara a algo de comer?”, preguntó Alejandro. Sara lo miró como si le hubiera dicho la cosa más extraña del mundo. “No hace falta, de verdad”. “No lo digo por lástima”, se apresuró a aclarar Alejandro. “Solo quiero agradecerte. Vamos a cenar cerca, ¿nos acompañas?”. Ella dudó, miró su ropa sucia y sus manos, se sintió fuera de lugar, pero el hambre y, más aún, la sensación de ser vista como una persona por primera vez en mucho tiempo, la impulsaron a aceptar. “Está bien”, dijo finalmente, “pero nada caro, ¿eh?”. Mateo saltó de gusto y le tomó la mano, como si fueran amigos de toda la vida.

Sara no volvió al parque al día siguiente. Se sentía extraña, la mezcla de comida caliente y palabras amables la había dejado desorientada. Pensó que el niño la olvidaría, como todos olvidan lo que no les conviene recordar. Pero se equivocó. Alejandro tampoco la olvidó. Esa noche, la imagen de su hijo abrazando a Sara no se le iba de la cabeza. Había algo en ella que lo intrigaba, una bondad sin filtros, una autenticidad que no encontraba en su círculo social. Se preguntaba qué había pasado para que una mujer tan pura acabara en la calle. Y luego estaba Mateo, que no se apegaba a ninguna niñera o maestra, y que ahora solo preguntaba por “la chica buena”. Tres días después, Alejandro volvió a llevar a Mateo al parque, esperando que el destino hiciera su parte.

Y el destino no falló. Sara estaba allí, cerca de un puesto de elotes, ayudando a una vendedora. Mateo la vio antes que su padre, corrió hacia ella y la abrazó con toda la fuerza de sus seis años. “¡Sí, volviste!”, gritó con una sonrisa de oreja a oreja. “Tú también, campeón. Pensé que ya te habías olvidado de mí”, respondió Sara riendo. Alejandro se acercó con paso tranquilo. “Gracias por no desaparecer”, le dijo. “No fue por ti”, bromeó Sara, “fue porque doña Carmen me dejó cargar su charola para ganarme un esquite”. Alejandro sonrió. Le gustaba su franqueza. “Te lo pago yo”, le ofreció. “No, ni lo sueñes. Este me lo gano yo”. El parque estaba casi vacío. Mateo los interrumpió, invitando a Sara a columpiarse. “Tú empujas mejor que mi papá”, le dijo. Sara soltó una carcajada genuina. Dejaron el puesto y se fueron a jugar.

Desde una banca, Alejandro los observaba. Hacía tiempo que no veía a Mateo tan feliz, y él tampoco se había sentido tan en paz en años. Después de un rato, Mateo se fue a buscar una pelota y Sara se sentó al lado de Alejandro. Hubo un silencio cómodo. Ella, sudada y polvorienta, se sentía fuera de lugar otra vez, pero algo la mantenía ahí. “Siempre vienes a este parque?”, preguntó él. “Cuando puedo. No siempre tengo ganas de ver gente”, respondió ella con honestidad. Él lo entendió. Intercambiaron algunas palabras sobre sus vidas. Alejandro le contó de su empresa, de la muerte de su esposa, de lo solo que se sentía a veces. Ella solo escuchaba, y al final, le dijo algo que lo conmovió. “Ese niño es diferente. Tiene algo”. “Tiene mucho de su mamá”, respondió él con una mirada nostálgica. Sara lo observó con más detenimiento. No era el típico millonario arrogante. Tenía algo roto por dentro, igual que ella, y eso, aunque no lo dijeran, los hacía parecidos. Se despidieron de forma casual. Sara se alejó sin decir adiós, pero mientras caminaba de regreso, no pudo evitar voltear. Mateo le tiró un beso con la mano. Ella lo atrapó en el aire y se lo guardó en el corazón.

El siguiente encuentro fue un sábado. El parque estaba lleno de familias y alegría. Sara, que había conseguido pasar la noche en el refugio, se sentía un poco más tranquila. A lo lejos, escuchó una vocecita gritando su nombre. “¡Sara, Sara!”. Era Mateo, que corría hacia ella con los brazos abiertos. Detrás, venía Alejandro. “¿Otra vez tú?”, le preguntó ella, divertida. “Sí, te dije que volvería”, dijo Mateo, orgulloso. Habían venido para un picnic. No había lujos, solo sándwiches, jugos y risas. Sara se sentó con ellos, y aunque al principio se sentía tensa, el ambiente la fue soltando. Alejandro no le preguntó sobre su vida, solo le ofreció un rato de calma y eso, para ella, valía mucho.

Cuando Mateo se quedó dormido, Sara se sentó junto a Alejandro. “Es feliz contigo”, le dijo él sin pensarlo. Sara se quedó callada, no sabía qué decir. “No estoy acostumbrada a esto”, dijo después de un rato. “¿A qué?”. “A que la gente me vea así. Como si valiera la pena”. “Y cómo se supone que te vea?”, le preguntó él, girando el rostro para mirarla directamente. “Como todos. Como si estorbara”. “Yo no pienso eso”. Ella tomó aire, aguantando las ganas de decir algo más. Él rompió el silencio. “Sé que esto no es normal. No es común que una mujer que conociste en la calle se vuelva tan cercana a tu hijo. Pero yo tampoco soy la persona que hace lo que todos esperan. Mateo necesita a alguien como tú cerca, y yo creo que esto no pasa por accidente”. Sara bajó la mirada, con el corazón acelerado. No quería ilusionarse. “No quiero que pienses que tengo algún plan raro”, continuó Alejandro. “Solo estoy diciendo que si tú quieres, puedes pasar más tiempo con nosotros”. Le extendió una tarjeta con la dirección de su casa. “Mateo te está esperando. Si tú dices que no, se va a poner triste. No es para presionarte, solo para que lo sepas”. Sara tomó la tarjeta, se despidieron y se quedó sola, con el papel en la mano.

Esa tarde, no fue al mercado ni regresó al refugio. Caminó sin rumbo, dándole vueltas a todo. La vida no le había dado muchas oportunidades, pero esta se sentía diferente. Cuando cayó la noche, todavía tenía la tarjeta en la mano. Sabía que se lo debía a sí misma, por la persona en la que se había convertido. Con el corazón latiéndole en el cuello, se paró frente al portón de la casa de Alejandro. La casa era enorme, como de revista, con cámaras en las esquinas y rejas eléctricas. Tocó el timbre, y al otro lado, la voz de una mujer le preguntó quién era. “Soy Sara. Alejandro me dijo que preguntara por Ana”. El portón se abrió. Sara entró, se sintió como una mancha en un cuadro limpio. Una mujer de unos 50 años, con una mirada afilada, la esperaba. Era Ana. “El señor Alejandro me avisó. Sígueme”. La llevó a un cuarto pequeño, junto al área de lavado. Era decente, limpio, pero se sentía ajeno. Sara se sentó en la cama, sintiéndose abrumada.

No pasó mucho tiempo antes de que escuchara la inconfundible voz de Mateo gritando su nombre. Salió al pasillo y lo vio correr hacia ella. “¡Viniste! ¡Te lo dije, papá!”. Alejandro llegó detrás, con una sonrisa de alivio. “Hola, Sara. Qué bueno que llegaste”. Le extendió una bolsa con un pequeño contrato “nada legal, complicado, solo algo para que te sientas segura”, algo de efectivo y la ruta del camión. Sara se sentía abrumada. Mateo la tomó de la mano y la llevó a la cocina, una cocina de revista. Alejandro sirvió sopa de letras. Era comida sencilla, nada ostentoso. Comieron entre risas, con Mateo contándoles de su día y Sara respondiendo a sus preguntas. El ambiente se fue soltando. Después de la comida, Alejandro la acompañó al pasillo. “Puedes moverte por la casa con libertad. Si alguna vez te sientes incómoda, dime. No quiero que sientas que estás atrapada aquí”. “No me siento atrapada. Solo no sé si pertenezco”, le respondió Sara con honestidad. Alejandro la miró con calma. “Mateo piensa que sí. Y yo también”.

Sara bajó la mirada, el miedo no se había ido, pero la esperanza era más fuerte. Quizás no se lo merecía, pero quería intentarlo.