El viaje familiar, ese ritual sagrado que tantas familias mexicanas atesoran, se convirtió para los Ramírez en la crónica de una desaparición que ha helado la sangre de todo un país. José, Teresa, y sus hijos, Andrés y Sofía, eran una familia común, de esas que luchan día a día, con sueños sencillos y el amor como motor. Su vida giraba en torno a la rutina: José, un chofer de autobús de 44 años con la paciencia de un sabio; Teresa, una costurera experta en bordados tradicionales; Andrés, un adolescente de 14 con la mente fija en el fútbol; y Sofía, la pequeña de 9 años, curiosa e incansable. Eran la imagen de la normalidad, un reflejo de miles de familias que habitan en la periferia de la capital poblana, en un modesto hogar en la colonia Granja San Isidro.

Pero en 2015, esa normalidad se rompió para dar paso a un viaje extraordinario. José había ahorrado durante dos años para unas vacaciones que no fueran los paseos de fin de semana a Cholula. Teresa había visto en una revista la majestuosa cascada de Misol en Chiapas, una cortina de agua de 30 metros cayendo sobre una laguna esmeralda. El destino estaba sellado. Sería el regalo perfecto para celebrar los logros de sus hijos: Andrés, sin materias reprobadas, y Sofía, ganadora de un concurso de declamación. Durante dos meses, el plan se tejió con ilusión: el autobús, el hotel, las rutas. José, con su experiencia de chofer, se aseguró de que todo estuviera en orden. Teresa, la costurera, terminó los encargos para tener dinero extra. Los niños, con la inocencia que les caracteriza, prepararon sus mochilas: Andrés con una cámara desechable y Sofía con un cuaderno para dibujar todo lo que viera. La escena era la de un viaje que estaba destinado a ser inolvidable, una aventura familiar que se convertiría en un recuerdo eterno. Pero el destino, a veces, es un escritor cruel.

El viernes 17 de abril de 2015, la familia Ramírez despertó antes del amanecer. En la central de autobuses de Puebla, esperaban en el andén 12, ansiosos. La primera parte del viaje, un cómodo recorrido en autobús de primera clase, los llevó a Tuxla Gutiérrez, la capital del estado. El calor húmedo los envolvió, un contraste total con el clima seco de Puebla. Exploraron el centro, cenaron tamales chiapanecos y durmieron en un hotel económico. La felicidad era tangible. Al día siguiente, el viaje continuó en un autobús más viejo, pero el paisaje se transformó en algo aún más fascinante: la carretera se internaba en una selva densa, llena de árboles altísimos y ríos cristalinos. En Palenque, el ambiente era pura vida: hoteles, restaurantes y tiendas de artesanías. Se instalaron en el hotel Misol, donde los niños descubrieron una pequeña alberca que prometía diversión. El plan era perfecto: al día siguiente, el domingo, visitarían la cascada. En el mercado local, un vendedor les advirtió sobre la posibilidad de caminar detrás de la caída de agua y les recomendó llevar ropa que se pudiera mojar. Por la noche, en la cena, un mesero les aseguró que Misol era el lugar más bonito de la zona. Se acostaron, arrullados por los sonidos de la selva, listos para la aventura final. No sabían que el paraíso que los rodeaba sería el telón de su último acto juntos.

El domingo 19 de abril de 2015, el sol brilló sobre Palenque. Los Ramírez, puntuales, desayunaron huevos rancheros en el hotel y se dirigieron a la calle principal para tomar el transporte hacia la cascada. Una camioneta pickup, con asientos de madera en la parte trasera, los llevó por un camino de asfalto que se internaba cada vez más en la selva. Durante el trayecto, el conductor les habló de los animales que la habitaban: tucanes, monos araña y, solo de noche, jaguares. A la vuelta de una curva, el rugido del agua se hizo presente. La cascada de Misol, una visión de película, los dejó sin palabras. José pagó las entradas, y un guía les dio las reglas del lugar. En el mirador principal, una familia de Guadalajara que había viajado en la misma camioneta les tomó la que sería la última foto registrada de los cuatro juntos. La imagen muestra a la familia sonriendo, con la imponente cascada de fondo y la selva enmarcando la escena. Un recuerdo invaluable, y a la vez, una punzada de dolor para quienes hoy miran la foto buscando respuestas.

Fue después de esa foto que el hilo de su historia se deshilachó. Los Ramírez, llenos de curiosidad, se desviaron por un sendero ecológico que se alejaba del ruido de la cascada principal. A las 10:30 de la mañana, se internaron en la selva, siguiendo el camino bien definido. Andrés iba adelante, emocionado, mientras Sofía caminaba entre sus padres, admirando las mariposas. Un guía local, que regresaba con un grupo de turistas, se cruzó con ellos y les aseguró que estaban a solo 15 minutos del final del sendero. Les habló de otros lugares, como las cascadas de Roberto Barrios, y los dejó, sin saber que era la última vez que alguien los vería con certeza. A las 12:30, el conductor de la camioneta regresó al estacionamiento para recogerlos, pero no había rastro de ellos. Esperó, se preocupó, y finalmente, a las 2:15, reportó la situación. La búsqueda de la familia Ramírez había comenzado.

La noticia de la desaparición corrió como pólvora. Los padres de Teresa y la hermana de José, en Puebla, recibieron la llamada de las autoridades y cayeron en un abismo de angustia. Don Aurelio, de 72 años, y Doña Carmen, de 68, viajaron de inmediato a Chiapas, llevando fotos y la esperanza de encontrarlos. El martes, la búsqueda se intensificó. Más de 40 elementos, incluyendo policías, personal de Protección Civil y voluntarios locales, peinaron la selva. Se estableció un centro de operaciones temporal en el centro de visitantes de la cascada. Se organizaron grupos de búsqueda para rastrear cada centímetro de la selva. Pero los esfuerzos fueron inútiles. Ni rastro de ropa, ni zapatos, ni la cámara de Andrés, ni la mochila de Sofía. Los perros rastreadores, entrenados para encontrar a personas, perdieron su rastro abruptamente en un punto del sendero, como si la tierra se los hubiera tragado. Los investigadores se quedaron con la escalofriante sensación de que no se trataba de un simple accidente. Algo más había sucedido.

La investigación dio un giro. Los testimonios de los trabajadores del lugar revelaron un detalle inquietante: una camioneta blanca, sin placas visibles, fue vista estacionada en un área no autorizada cerca de los senderos esa mañana. Se había ido antes del mediodía, justo cuando la familia desapareció. Las descripciones del vehículo variaban, pero la presencia de ese auto misterioso, en un lugar donde no debía estar, era una sombra más en un caso ya de por sí oscuro. Las autoridades de la Procuraduría de Justicia del Estado de Chiapas tomaron el caso. El fiscal Roberto Castellanos lo declaró una investigación criminal. “Cuatro personas no desaparecen simultáneamente sin dejar rastro en un área controlada como Misol,” declaró a la prensa.

En Palenque, los familiares de los Ramírez se instalaron para colaborar con la investigación. Don Aurelio y Doña Carmen, con la esperanza de que su hija y sus nietos volvieran, mantuvieron la habitación del hotel intacta. La revisión de las pertenencias de la familia, sin embargo, no aportó ninguna pista. Sus maletas, llenas de ropa limpia y recuerdos, parecían gritar que su plan era regresar a casa. El misterio de la familia Ramírez se convirtió en una herida abierta en la memoria colectiva. Un caso que desafía toda lógica, que se ha quedado suspendido en el aire, como una nube de incertidumbre que no se disipa. En algún lugar de la selva chiapaneca, una familia, con sueños, esperanzas y un amor inmenso, se desvaneció. Y el silencio de esa selva, enigmático y profundo, es el único testigo de lo que realmente ocurrió.