En el apacible y arbolado suburbio de Silver Spring, Maryland, la casa en el 47 de la calle Olmo no era diferente de ninguna otra. Con su impecable césped, su cerca blanca y sus ventanas que reflejaban la calma de la comunidad, parecía el epítome de la normalidad. En mayo de 2016, un nuevo residente se mudó a este hogar de ensueño: Robert Clark, un profesor de física de 54 años, culto, reservado y, en la superficie, el vecino perfecto. Lo que nadie en la calle Olmo podía imaginar era que, detrás de esta fachada de respetabilidad, se ocultaba un laboratorio del horror, un lugar donde la ciencia se pervertía para dar vida a una pesadilla inimaginable.

La historia del “monstruo de la calle Olmo” no comenzó con un acto de violencia, sino con un murmullo inquietante en la oscuridad. Martha y James White, que vivían a solo dos casas de la de Clark, fueron los primeros en notarlo. Al principio, era un sonido ahogado, una voz monótona que se repetía sin cesar, algo que atribuyeron a una radio o a la televisión. Pero el sonido se volvió más claro, más persistente. Pronto, otros vecinos, como Teresa y David González, también lo escucharon. Era el llanto inconfundible de un niño, un sonido que no cuadraba con la vida solitaria de Robert Clark. Las bromas sobre un “fantasma” en su casa se volvieron oscuras cuando David González escuchó un grito claro y desesperado: “¡Ayuda!”.

La primera llamada a la policía se hizo en febrero de 2017. Los agentes llegaron, escucharon la coartada de Clark sobre un “cine en casa” en el sótano y, sin una orden de cateo, no pudieron hacer más. La policía se fue, y el barrio, aliviado, se convenció de que sus temores eran infundados. Pero la calma fue breve. El profesor, a quien ahora todos veían con un recelo silencioso, instaló un sofisticado sistema de seguridad, y sus hábitos se volvieron aún más extraños. Los repartidores de comida no dejaban de llegar con paquetes inusualmente grandes, y Elizabeth Horn, una anciana del barrio, lo vio descargando cajas con agujeros, como si transportara animales, una visión que la dejó helada. Lo más perturbador fue la reanudación de los ruidos nocturnos. Ahora eran múltiples voces, un coro de balbuceos y llantos infantiles que parecían venir de las profundidades de la casa. Los vecinos volvieron a llamar a la policía a finales de 2017. De nuevo, la inspección no arrojó nada sospechoso. El sótano, con su laboratorio de física y su cine, parecía una habitación normal. Pero la verdad estaba oculta, sellada tras una puerta que ningún ojo inexperto podría haber descubierto.

La situación se mantuvo así por un año más, con los vecinos resignados a sus temores y el profesor Clark llevando una vida cada vez más recluida. Sin embargo, el destino tenía un giro inesperado. La noche del 24 de enero de 2019, una tormenta eléctrica azotó la zona y, a las 11:47 p.m., un rayo cortó la electricidad. El apagón, que para la mayoría era una simple molestia, se convirtió en una catástrofe para Robert Clark. David González, el vecino de al lado, nunca olvidará el coro de gritos infantiles que estalló en la oscuridad. No eran gritos de miedo, sino de una súplica desesperada, una ventana de oportunidad que el corte de energía les había dado a las víctimas del sótano. La comunidad, armada con linternas, salió a la calle para investigar. Vieron a Robert Clark, presa del pánico, corriendo alrededor de su casa, gritando a su teléfono celular: “¡El sistema falló! ¡Podrían escapar!”. Minutos después, un todoterreno negro sin matrícula llegó a toda velocidad. Dos hombres vestidos de negro bajaron del vehículo y entraron a la casa de Clark. Los gritos se detuvieron.

Este incidente fue la última pieza del rompecabezas. El investigador Michael Green tomó el caso y, esta vez, los vecinos proporcionaron detalles cruciales: los gritos, el pánico de Clark y la llegada de los hombres misteriosos. Green solicitó grabaciones de cámaras de seguridad y comenzó una vigilancia encubierta. Las evidencias comenzaron a acumularse: un vacío de cinco años en la biografía de Clark, un consumo de electricidad que era cuatro veces el promedio del barrio y las fotografías de Elizabeth Horn, que mostraban a Clark arrastrando bolsas que “se movían”. El 1 de marzo, la policía captó algo más impactante: Clark llevando un pequeño bulto, que parecía un niño envuelto en una manta, y entregándoselo a un hombre enmascarado en el mismo todoterreno negro.

El final de la pesadilla se acercaba. Unos días después de que una inspectora de servicios sociales viera varias anomalías en la casa de Clark, los vecinos oyeron cristales rompiéndose y un grito ahogado. La policía llegó para encontrar la ventana del sótano rota y un rastro de sangre. Robert Clark había huido. Fue detenido el 5 de abril en el aeropuerto de Nueva York, intentando salir del país con un pasaporte falso. Su arresto por evasión de impuestos dio a la policía el tiempo que necesitaban para obtener la orden de cateo más importante de sus carreras. El 12 de abril de 2019, un equipo de investigadores entró en la casa número 47 de la calle Olmo. Lo que encontraron fue una escena sacada de una película de terror.

En el sótano, detrás de una puerta de acero industrial con aislamiento acústico, se encontraba un laboratorio de alta tecnología. Las notas cifradas de Clark describían experimentos inhumanos en “sujetos” numerados. La puerta que conducía al infierno estaba al final de un pasillo, sellada con seis pesados candados. Los investigadores no estaban preparados para lo que encontraron. En el interior, una habitación de 40 metros cuadrados dividida en compartimentos con camas y comederos, albergaba a tres personas. Los agentes esperaban encontrar niños, pero en su lugar, encontraron a tres adultos. La criminalista Sara Jenkins, con 26 años de experiencia, confesó que era lo más extraño que había visto. “Eran físicamente adultos, pero se comportaban como niños de tres años”, dijo. Los adultos, un hombre, una mujer y otro hombre, balbuceaban, se movían torpemente y tenían una expresión de curiosidad infantil en sus rostros, como si sus mentes hubieran sido borradas y reiniciadas.

El descubrimiento de un diario escondido en el dormitorio de Clark reveló el motivo de su locura. En 2011, su hija de siete años, Emily, había muerto en un accidente automovilístico. En su dolor, Clark, un brillante científico, se obsesionó con una idea macabra: si no podía restaurar un cerebro dañado, ¿podría revertirlo a un estado infantil, más “plástico”, y desde allí, implantar la personalidad de su hija fallecida? Su diario documentaba la espiral de locura. El profesor experimentó primero con animales, luego con personas sin hogar y solitarios, a quienes secuestraba para sus retorcidos experimentos de “regresión mental”. Los “sujetos fallidos”, que morían por sobredosis, eran descartados en lugares remotos. Los tres sobrevivientes, identificados como Michael Dorsey, Sarah Klein y Thomas Baker, fueron llevados a un hospital especializado para recibir tratamiento. Su condición era físicamente estable, pero su estado psicológico era un misterio aterrador.

El caso de Robert Clark, el profesor que se convirtió en un monstruo, es un recordatorio escalofriante de que el verdadero horror no siempre acecha en las sombras, sino que a menudo se esconde detrás de una cerca blanca y una fachada de normalidad, esperando el momento perfecto para emerger. Los gritos que se escuchaban en la noche no eran de fantasmas, sino de almas secuestradas, y la tranquilidad de la calle Olmo nunca volvería a ser la misma.