
Lucas jamás imaginó que un simple semáforo en rojo lo confrontaría con un pasado que creía enterrado. Aquel día conducía su lujosa camioneta negra por el centro de la ciudad, acompañado de su hijo Daniel, de 12 años. El tráfico los obligó a detenerse, y fue entonces cuando Daniel señaló a dos niñas en la acera: estaban descalzas, con ropa gastada y el cabello revuelto. A primera vista parecían como cualquier otra niña en situación de calle, pero un detalle cambió todo: llevaban colgados en el cuello los mismos collares personalizados que pertenecían a la esposa e hijas fallecidas de Lucas.
El corazón del multimillonario se detuvo. Años atrás, un accidente automovilístico había arrebatado la vida de su esposa y sus dos hijas, dejando como único sobreviviente a Daniel. El dolor lo había marcado para siempre, y ese collar era un recuerdo sagrado que aún conservaba en casa. ¿Cómo era posible que esas niñas pobres usaran la misma joya?
La escena se volvió aún más conmovedora cuando una de las niñas dejó caer una moneda insignificante y ambas se abalanzaron sobre ella como si fuese un tesoro invaluable. Daniel, conmovido, sintió que debía conocerlas. Lucas, en cambio, estaba atrapado entre el miedo y la necesidad de respuestas.
Fue entonces cuando intervino Raúl, un socio de negocios que viajaba con ellos. Escéptico, propuso poner a prueba a las niñas: dejar cerca de ellas un estuche con dinero y observar qué hacían. Lucas dudó, pero la presión de Raúl y la incertidumbre lo llevaron a aceptar.
La prueba se desarrolló como un juego cruel. El estuche fue dejado cerca de las niñas, quienes lo encontraron enseguida. Lo abrieron, vieron los billetes y, tras un breve intercambio de miradas, guardaron el dinero en el bolsillo y escondieron el estuche vacío. Raúl sonrió satisfecho, convencido de que eran ladronas, que aquellos collares eran robados y que todo había sido una ilusión de Lucas.
Pero el padre no estaba convencido. Volvió a observar la grabación de la cámara que Raúl había preparado y notó algo diferente: las niñas no mostraban júbilo ni malicia, solo rapidez y precaución. No corrían ni celebraban; se limitaban a actuar como quienes han aprendido a sobrevivir en un mundo hostil.

Daniel, con voz temblorosa, planteó lo que su padre también pensaba: ¿y si las niñas planeaban devolverlo más tarde? ¿Y si simplemente tenían miedo?
La duda se instaló en Lucas. Mientras Raúl cerraba el caso con un gesto arrogante, el multimillonario no podía apartar los ojos de aquellas niñas. El recuerdo del accidente, la fuerza del destino y la extraña conexión que sentía con ellas lo paralizaban. ¿Eran solo dos desconocidas con un accesorio parecido o existía un secreto mucho más profundo?
La camioneta arrancó, pero la mirada de Lucas permaneció fija en el retrovisor hasta que las niñas desaparecieron de su vista. Lo que vio aquel día no fue un final, sino el comienzo de una búsqueda que podría cambiarlo todo.
Este misterio aún no tiene respuesta. Lo único claro es que, para Lucas y Daniel, esas niñas ya se habían convertido en una herida abierta y en una esperanza imposible de ignorar.
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