En un mundo obsesionado con la belleza, la historia de Victoria, una joven brillante y solitaria, desafía todo lo que creemos saber sobre el atractivo físico. Su vida, lejos de ser un cuento de hadas, fue una pesadilla marcada por una maldición que convirtió su belleza en una fuerza letal, una que amenazaba con la muerte a cualquiera que se atreviera a contemplar su rostro.

Desde el instante de su nacimiento, la vida de Victoria fue un extraño y trágico suceso. Su rostro, dotado de una belleza tan perfecta que era casi inhumana, desató una serie de muertes inexplicables. Médicos, enfermeras e incluso visitantes cayeron sin vida al simple contacto visual con la recién nacida. Sus padres, las únicas personas inmunes a su mortal encanto, vivieron en un constante estado de amor y terror, conscientes de la maldición que pesaba sobre su hija. Por su propia seguridad y la de los demás, decidieron criarla en el aislamiento, lejos del mundo que podría ser aniquilado por su sola presencia.

La educación de Victoria fue un asunto de su madre, quien la instruyó en casa, apartándola de la sociedad. A pesar de su inteligencia excepcional, una mente que absorbía conocimientos y resolvía problemas complejos con la facilidad de un genio, la soledad era su única compañera. No tenía amigos, no conocía los juegos infantiles al aire libre, solo los libros y el vasto universo de las matemáticas. Su vida era una cárcel, un castigo impuesto por una belleza que no podía controlar y que la había condenado a una existencia en las sombras.

Al cumplir los 18 años, sus padres tomaron una decisión trascendental: era tiempo de que Victoria asistiera a la universidad. No podían mantenerla oculta para siempre, pero para proteger a los demás, su rostro debía permanecer cubierto. Día a día, Victoria se movía por el campus envuelta en telas, solo sus ojos, que reflejaban una profunda melancolía, se asomaban a través de las capas de tela.

En la universidad, Victoria se convirtió rápidamente en un enigma. Su brillantez académica era innegable, eclipsando a sus compañeros en cada examen y tarea. Los profesores la elogiaban, pero a ella no le importaba; su única meta era sobrevivir cada día sin causar daño a nadie. Sin embargo, su hábito de cubrir su rostro generó especulaciones y crueles rumores. Algunos decían que ocultaba cicatrices, otros, que estaba poseída por una maldición. La voz más cruel y persistente era la de Bella, la matona del campus.

Bella, acostumbrada a ser el centro de atención, veía en Victoria una amenaza, un misterio que no podía tolerar. Victoria se convirtió en su blanco favorito, el objeto de su desprecio y burla. “Oye, Victoria, ¿por qué siempre te cubres la cara? ¿Estás escondiendo algo horrible ahí?”, le espetaba un día frente a un grupo de estudiantes. La risa de los demás resonaba en los pasillos, pero Victoria, con una calma inquebrantable, solo respondió: “Te aseguro que no quieres ver mi verdadero rostro”.

El acoso se intensificó. Bella, en su arrogancia, la desafiaba a diario: “Si no eres fea, pruébalo. Quítate esa tela”. Pero Victoria se mantuvo firme. Sabía el peligro que representaba y se negaba a exponer a nadie a su maldición. A pesar de los constantes ataques y las burlas, Victoria se mantuvo enfocada en sus estudios, ignorando las provocaciones, pero la maldad de Bella no cesaba.

Un día, el acoso alcanzó un punto crítico. Bella, con una sonrisa maliciosa, bloqueó el camino de Victoria. “Hoy es el día”, dijo. “Vas a mostrarles a todos lo que hay debajo de esa tela”. Un círculo de estudiantes se formó a su alrededor, hambrientos de drama. Victoria, con el corazón acelerado, intentó razonar con ella: “Si te lo muestro, no terminará bien para ti”. Pero la advertencia cayó en oídos sordos. “Solo estás asustada”, se burló Bella. Victoria, agotada de la presión, respondió con una franqueza desgarradora: “Me cubro para protegerlos. Me equivoco, no es por fealdad, sino para protegerlos”.

La multitud se quedó en silencio, pero Bella no retrocedió. “No necesito tu protección. Quítate la tela o admite que eres una cobarde”. Victoria, ante la falta de comprensión, se dio la vuelta y se alejó. Su secreto era demasiado peligroso para ser revelado.

El drama con Bella llamó la atención de un chico popular, Joshua, quien a pesar de su fama, no estaba interesado en tener una relación seria con nadie. Su encanto y su popularidad lo hacían un blanco fácil para los planes maliciosos de Bella. Aprovechando el interés de Joshua, Bella se acercó a él con un nuevo plan. “Necesito que me hagas un favor”, le dijo. Su idea era simple y cruel: Joshua se haría amigo de Victoria, se ganaría su confianza, y cuando ella estuviera vulnerable, le quitaría la tela del rostro y le tomaría una foto para exponerla.

Joshua, a pesar de sus dudas, aceptó. Él no era un fanático de los juegos crueles de Bella, pero sabía que era difícil negarse. Se acercó a Victoria, fingiendo un interés en ella. Al principio, Victoria se mantuvo distante, acostumbrada a ser un objeto de burla, pero la persistencia de Joshua y su amabilidad genuina comenzaron a derrumbar sus muros. Le hablaba de sus clases, de sus libros y de la ciencia, y por primera vez, Victoria se sintió escuchada.

Una noche, Joshua sugirió estudiar juntos en la habitación de Victoria. Ella, sintiendo que finalmente había encontrado un amigo, accedió. Cuando él llegó, ella le preparó té, sin saber que en su bolsillo, Joshua llevaba un somnífero que Bella le había dado. Mientras Victoria se volteaba para agarrar un libro, Joshua vertió el polvo en su taza.

“Te mereces un descanso”, le dijo, entregándole el té. Victoria sonrió detrás de su tela, tomando un sorbo. Después de un rato de conversación, el cansancio la invadió. “Creo que me estoy quedando dormida”, dijo, y Joshua, fingiendo preocupación, la alentó a descansar. En minutos, Victoria se quedó dormida, aferrándose a la esperanza de haber encontrado a un amigo verdadero.

Con las manos temblorosas, Joshua se acercó a la cama. Se sentía culpable. Victoria había sido solo amabilidad, pero la voz de Bella resonaba en su mente. Lentamente, desató la tela que cubría su rostro. El velo cayó, y Joshua se quedó helado. La cara de Victoria era de una belleza que superaba toda descripción. No era solo su apariencia física, sino algo más, una fuerza hipnotizante, casi mágica, que lo atrajo de inmediato. Pero en ese instante, un escalofrío de oscuridad lo golpeó. Su pecho se contrajo, su visión se nubló, y sus piernas perdieron la fuerza. Jadeó por aire, pero era inútil. La maldición de Victoria había reclamado otra víctima.