El río Tampaón es un susurro de agua que fluye a través de la Huasteca Potosina, pero en su corriente, en sus profundidades de color turquesa, guardaba un secreto. Un misterio que permaneció oculto durante cinco largos años, hasta que la naturaleza, con una fuerza implacable, decidió poner fin al silencio. Lo que el río reveló no fue un tesoro, sino un fragmento de una historia trágica, la pieza que faltaba en el rompecabezas de una desaparición que había helado la sangre de una familia.

Todo comenzó una mañana de noviembre de 2007. Héctor Morales Vega, de 56 años, y su esposa María del Carmen Ruiz Hernández, de 55, bajaron sonrientes por un sendero hacia la cascada de Tamul. Eran una pareja tranquila, sin hijos, que había construido su felicidad a base de caminatas y aventuras al aire libre. La fotografía que se tomaron antes de iniciar el descenso es la última evidencia de su felicidad, un testimonio mudo de una vida dedicada a la exploración. En la imagen, capturada por una cámara digital de la época, ambos sonríen con la serenidad de quienes han encontrado su ritmo en el mundo. Héctor, con su piel curtida por el sol, un bigote discreto salpicado de canas, y una gorra que lo protege del sol potosino. A sus espaldas, una mochila de campismo que, como su dueño, parece haber recorrido muchos senderos. María, con su cabello recogido en una trenza práctica, su blusa floral y su chaleco polar, luce un collar de cuentas oscuras que la acompaña siempre. Ambos se ven preparados, listos para un fin de semana sagrado de conexión con la naturaleza.

Héctor y María no eran improvisados. Eran veteranos de la montaña, con un currículum de caminatas que abarcaba desde el Ajusco hasta la Marquesa. La Huasteca Potosina en noviembre, en temporada baja, era su nueva aventura. El plan era sencillo y meticuloso: llegar el sábado, acampar cerca del río Tampaón y regresar el domingo por la tarde. Habían acordado con la hermana de María, Rosa Elena, llamar desde una caseta de Telmex el domingo para confirmar que todo estaba bien. Un ritual de seguridad que nunca, en 30 años, habían omitido.

La preparación fue impecable. Compraron víveres locales, un cartucho de gas nuevo y un mapa plastificado, de esos que venden en las papelerías del centro, donde marcaron con pluma roja su punto de pernocta. Se registraron con la autoridad comunitaria, que les dio una advertencia clara: si llueve, el río crece en minutos y cambia los pasos seguros. Su equipo era el de dos expertos: lona impermeable, ponchos plásticos, lámparas frontales con pilas nuevas y sacos de dormir tipo momia. Nada fue dejado al azar.

El descenso hacia la cascada de Tamul, un trayecto de aproximadamente dos horas, transcurrió con la calma de siempre. María, la artista, fotografiaba las orquídeas silvestres y las formaciones rocosas. Héctor, el práctico, verificaba el mapa, orientándose con los accidentes geográficos. Se cruzaron con otros excursionistas, intercambiando las cortesías típicas del sendero. Las últimas personas en verlos con vida fueron dos jóvenes de Monterrey que regresaban de pasar el día en la cascada. Eran aproximadamente las 5:30 de la tarde. Los muchachos, sin saberlo, tomaron una fotografía panorámica del lugar y, al ampliarla, se pudo ver a lo lejos las figuras de Héctor y María instalando su campamento.

La playita que habían elegido era perfecta: un claro natural, protegido del viento, con una vista privilegiada de la cascada. El lugar ideal para una fogata, para pasar una noche tranquila. Pero al atardecer, las nubes comenzaron a espesarse. No era algo inusual, pero el viento que bajaba traía esa humedad pegajosa que anuncia lluvia. María, con su intuición, sugirió que tal vez sería mejor familiarizarse con los sonidos del río antes de la noche. Guardaron sus ponchos y tomaron las linternas. El mapa plastificado, la guía de su aventura, los acompañó en su caminata de reconocimiento.

El amanecer del domingo 18 de noviembre trajo un hallazgo inquietante. La gente de la comunidad encontró el campamento abandonado. La tienda, semicerrada, como si alguien hubiera salido con prisa. El fogón, preparado pero nunca encendido, con la leña dispuesta por manos expertas. La mochila de María apoyada contra una roca. La lámpara de Héctor, sin las pilas nuevas. La botella azul, vacía y con tierra húmeda. Las huellas que se dirigían hacia la orilla del río se perdían después de unos pocos metros, borradas por una fuerte lluvia de madrugada. No había señales de violencia, pero tampoco indicios de una partida ordenada. Todo sugería prisa, no pánico. El mapa plastificado, sin embargo, había desaparecido.

La alarma real se encendió cuando Rosa Elena, la hermana de María, no recibió la llamada esperada. Conociendo los hábitos de puntualidad de su hermana, supo que algo andaba mal. El lunes por la mañana, acudió a la delegación de la colonia Narvarte para reportar la desaparición.

Los años pasaron. El río Tampaón continuó su curso, sin revelar su secreto. La familia de Héctor y María esperó, buscó, pero el misterio se hizo cada vez más grande. Los objetos del campamento se convirtieron en piezas de un rompecabezas sin solución. La teoría de un accidente en el río era la más plausible, pero sin un cuerpo, sin una pista, el caso se estancó. La Huasteca Potosina, un paraíso de aventura, guardaba una historia que nadie podía terminar de contar.

Pero la naturaleza tiene sus propios tiempos. En enero de 2012, una tormenta removió las entrañas de la tierra y del río. El caudal, furioso, arrastró lodo, ramas y piedras, alterando el paisaje. Fue entonces cuando las raíces de un sabino, el árbol milenario que crece en las orillas de los ríos, atraparon algo que no debería estar ahí. Un bulto alargado, envuelto en lona amarilla y cruzado por cadenas oxidadas. Un peso muerto, lastrado con piedras, que la fuerza de la corriente no pudo arrastrar.

El hallazgo, descubierto por la gente de la comunidad, fue reportado a las autoridades. Lo que encontraron dentro del bulto fue la verdad. Fragmentos de una historia que había permanecido oculta, enterrada en el lodo y el agua. Las pertenencias de Héctor y María. El saco de dormir, la mochila, el mapa plastificado, ahora un pedazo de plástico arrugado, pero legible. Y lo más impactante, los cuerpos. Después de cinco años, el río Tampaón había decidido devolver lo que había tomado. El misterio se resolvió, pero la tragedia se hizo real. Los cuerpos de Héctor y María fueron encontrados, y la verdad, cruda y dolorosa, finalmente salió a la luz.