
Hay promesas que se dicen en un instante, casi sin pensar, y que el tiempo termina convirtiendo en cadenas invisibles. Esta es la historia de una de esas promesas, una que viajó en silencio durante 38 años y que, al cumplirse, cambió la vida de todos los que la conocieron.
Corría el año 1985 cuando Mariana y Ernesto, dos jóvenes de apenas veinte años, se conocieron en la universidad. Ella, soñadora, con la risa fácil y la costumbre de llenar de colores los cuadernos de clase. Él, reservado, metódico, siempre con un libro bajo el brazo. Eran opuestos, y tal vez por eso mismo se atrajeron. No eran la pareja perfecta, pero compartían algo más fuerte: la certeza de que, sin importar lo que ocurriera, sus caminos siempre estarían unidos.
Una tarde, bajo un árbol que les servía de refugio en el campus, Ernesto le hizo una promesa a Mariana. “Si por alguna razón la vida nos separa, te prometo que volveré a encontrarte, no importa cuánto tiempo pase”. Mariana, entre risas, respondió que esa sería “la promesa más loca” que alguien podría hacerle. Lo que ninguno de los dos imaginó es que esa frase, dicha casi en broma, quedaría tatuada en la memoria de ambos.
El destino fue cruel. Al poco tiempo de graduarse, Mariana tuvo que mudarse al extranjero debido a la enfermedad de su madre. Las cartas comenzaron a fluir entre ellos, primero con intensidad, luego cada vez más esporádicas. Y un día, simplemente, dejaron de llegar. La vida siguió. Ernesto se casó, tuvo hijos, construyó una carrera sólida. Mariana también rehízo su camino, con viajes, trabajos y ciudades distintas. Sin embargo, en lo más profundo, ninguno olvidó aquella tarde bajo el árbol ni aquella promesa.
Pasaron 38 años. El mundo cambió, las canas reemplazaron a la juventud, y las prioridades se transformaron. Un día, navegando por redes sociales, Ernesto encontró una fotografía que le resultó familiar: una sonrisa que, pese al paso del tiempo, seguía intacta. Era Mariana, en un evento cultural en la ciudad vecina. Su corazón dio un vuelco. Dudó durante días, pero la promesa lo empujó a tomar una decisión.
Se presentó en aquel lugar, nervioso como un adolescente. Cuando la vio, el silencio de casi cuatro décadas se deshizo en un instante. Mariana lo reconoció de inmediato. No hicieron falta demasiadas palabras. “Pensé que te habías olvidado”, le dijo ella, con lágrimas en los ojos. “Nunca lo hice”, respondió él.
Ese reencuentro no significó un romance de película. Ambos tenían vidas formadas, responsabilidades y caminos distintos. Pero tampoco era necesario. Lo importante era que la promesa, esa que había viajado oculta durante 38 años, finalmente se había cumplido. Se abrazaron largo rato, conscientes de que había heridas que el tiempo nunca curó, pero también de que había certezas que sobrevivían a todo.
Hoy, cuando cuentan su historia, ambos coinciden en algo: lo que importa no es el final feliz de cuento de hadas, sino la fuerza de una palabra dada y sostenida a pesar del tiempo. Porque hay promesas que, aunque parecen olvidadas, tienen la capacidad de esperar toda una vida.
La de Mariana y Ernesto es prueba de ello.
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