Berlín, en septiembre, parecía una postal perfecta. La luz dorada bañaba los edificios históricos y los nuevos rascacielos que se alzaban orgullosos. Entre todos, el Potsdamer Platz se erguía como un símbolo de modernidad y riqueza.
Desde la última planta de un penthouse de vidrio y acero, Maximilian von Reichenbach observaba la ciudad como si fuera suya. En realidad, buena parte de ella lo era: hoteles de lujo, edificios restaurados, barrios obreros convertidos en zonas exclusivas. Su imperio inmobiliario se extendía desde Berlín hasta Múnich, pasando por Hamburgo y Fráncfort.
Maximilian había heredado una fortuna considerable, pero lo que la hizo crecer fue su implacable ambición. No veía personas, veía oportunidades; no veía hogares, veía inversiones.
Su vida era una lista de adquisiciones, una escalada sin fin hacia más poder y más reconocimiento entre la élite. Su matrimonio con Victoria no fue más que otra jugada estratégica: ella aportaba apellido y conexiones políticas, él el capital y la audacia. No había romance, solo un pacto entre dos ambiciones.
Pero detrás de esos suelos de mármol brillante y ventanales panorámicos, la realidad de otros era muy distinta.
En uno de los lujosos apartamentos que pertenecían a Reichenbach, una mujer pasaba horas limpiando el mármol italiano que costaba más que todo lo que ella ganaría en un año.
Aquella noche, demasiado cansada para volver a casa, se dejó caer sobre un colchón tirado en un rincón, aún con su uniforme de trabajo. A su alrededor, se apilaban facturas vencidas, notificaciones de deuda y cajas de medicamentos que no podía pagar.
En la pared, un único objeto personal rompía la frialdad del lugar: una fotografía de ella abrazada a un hombre con uniforme de la Bundeswehr. Era su difunto esposo, caído en Afganistán.
Él había dado la vida por su país, y ella ahora enfrentaba una batalla diferente: criar sola a sus hijos y evitar que los servicios sociales los apartaran de su lado. La guerra para ella no había terminado con la muerte de su marido; continuaba cada día en forma de penurias económicas, noches sin dormir y un miedo constante al futuro.
Maximilian conocía su historia. No porque le importara, sino porque la había convertido en una anécdota conveniente para acercarse a ella. Intentó seducirla, disfrazando la caridad de interés personal, ofreciéndole favores que no eran más que trampas. Para él, su vulnerabilidad era una puerta abierta. Para ella, era una humillación más.
El contraste era doloroso. Afuera, Berlín se vestía de luces, los escaparates rebosaban productos de lujo y las terrazas se llenaban de clientes que no pensaban en lo que costaba un café. Adentro, en ese mismo edificio, alguien se debatía entre pagar la calefacción o los medicamentos de sus hijos.
La historia de esta mujer no era única. Era un reflejo de las grietas invisibles en la fachada de una ciudad que se vendía como próspera y moderna. Bajo la superficie, había muchas más víctimas de un sistema que expulsaba a los débiles para hacer sitio a los fuertes. El mármol que ella limpiaba cada día no era solo un símbolo de riqueza; era también un recordatorio constante de que vivía en un mundo diseñado para que nunca pudiera alcanzar nada parecido.
Maximilian von Reichenbach podía medir su éxito en metros cuadrados y ceros en una cuenta bancaria, pero su legado real eran las vidas desplazadas, las familias rotas y las calles donde el pasado desaparecía bajo fachadas impecables.
Esa noche, mientras él brindaba con vino caro en una cena privada, ella se quedó dormida sobre el suelo duro, soñando con algo tan simple y tan inalcanzable para muchos: seguridad, estabilidad y dignidad. No buscaba lujos, no quería regalos envenenados; solo pedía que la vida le permitiera criar a sus hijos en paz.
En Berlín, el mármol brillaba. Pero el brillo no podía ocultar que, detrás de él, se escondían historias de dolor, resistencia y coraje que jamás aparecerían en los titulares… a menos que alguien decidiera contarlas.
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