Una enfermera se encariña con una paciente terminal que no recibe visitas.
Llevo tres años trabajando en el pabellón de cuidados paliativos y creía haber visto todo tipo de historias. Pero nunca había conocido a alguien como la señora Martínez.
Llegó un martes lluvioso de octubre, con apenas una bolsa de plástico como equipaje. Cáncer de páncreas en fase terminal, según su expediente. Setenta y dos años, sin familiares conocidos, sin seguro privado. Una más de esas personas que el sistema apenas registra.
—Buenos días, señora Martínez —le dije la primera mañana—. Soy Elena, su enfermera.
Ella me miró con unos ojos grises que me resultaron extrañamente familiares. Tenía el cabello completamente blanco, pero su rostro conservaba una belleza serena, como si hubiera sido hermosa en su juventud.
—Elena —repitió lentamente—. Qué nombre tan bonito.
Durante las primeras semanas, fue mi paciente más silenciosa. Respondía con monosílabos, nunca se quejaba del dolor, y pasaba las horas mirando por la ventana hacia el jardín del hospital.
—¿No tiene familia que pueda visitarla? —le pregunté un día mientras le ajustaba la medicación.
Su mirada se oscureció.
—Tuve una hija una vez. Hace mucho tiempo.
—¿Qué pasó con ella?
—Murió al nacer —susurró—. O al menos eso es lo que me dijeron.
Algo en su voz me estremeció. Había una tristeza tan profunda que casi podía tocarla.
Con el paso de los días, comenzamos a hablar más. Me contó que había sido muy joven cuando se embarazó, apenas diecisiete años. Su familia, de clase alta y muy religiosa, se avergonzó del escándalo.
—Me enviaron a casa de una tía lejana —me explicó una tarde—. Cuando nació mi bebé, solo pude verla un instante. Era perfecta. Tenía estos ojitos grises y un lunar pequeñito aquí —se tocó la clavícula izquierda—. Pero después me dijeron que había muerto por complicaciones.
Mi mano voló instintivamente a mi clavícula izquierda, donde desde siempre he tenido un pequeño lunar. El corazón me empezó a latir más fuerte.
—¿Cómo se iba a llamar? —pregunté con voz temblorosa.
—Elena —suspiró—. Siempre supe que si tenía una hija, se llamaría Elena.
El mundo se detuvo. Durante varios segundos, no pude respirar.
—Señora Martínez… ¿cuál es su nombre de pila?
—Carmen. Carmen Martínez Ruiz.
Martínez era mi apellido. El apellido que aparecía en mis documentos de adopción como “apellido materno desconocido”.
—Carmen —repetí, y mi voz se quebró—. Yo… yo fui adoptada. Me adoptaron cuando era bebé. Los servicios sociales me dijeron que mi madre había muerto en el parto.
Nos miramos en silencio. Sus ojos grises, idénticos a los míos, se llenaron de lágrimas.
—¿Tienes un lunar? —preguntó con voz ahogada—. ¿En la clavícula izquierda?
Sin decir nada, bajé ligeramente mi uniforme para mostrarle la marca que siempre había considerado insignificante. Carmen se llevó las manos temblorosas a la boca.
—Dios mío… eres tú. Eres mi Elena.
Me acerqué a su cama y, por primera vez en cuarenta y cinco años, tomé la mano de mi madre.
—Mamá —susurré, probando la palabra que nunca había podido decir.
Lloramos juntas durante horas. Me contó cómo había pasado toda su vida buscándome, cómo nunca había podido casarse o tener otros hijos porque su corazón seguía roto. Me explicó que había investigado durante años, pero los documentos estaban sellados y su familia se había negado a ayudarla.
—Pensé que te habías ido para siempre —sollozaba—. Nunca imaginé que estarías cuidándome al final.
—Estoy aquí ahora —le dije, apretando su mano—. No te voy a dejar sola.
Los siguientes dos meses fueron los más intensos de mi vida. Solicité ser asignada permanentemente a su cuidado. Le llevaba fotos de mi infancia, le hablaba de mis padres adoptivos (que habían sido maravillosos), de mis estudios, de mi trabajo. Ella me contaba historias de su juventud, me enseñó a tejer, me cantaba canciones de cuna que decía haber imaginado cantándome durante todos estos años.
Una noche, mientras le daba su medicación para el dolor, me dijo:
—Elena, no tengo miedo de morirme ahora.
—No digas eso, mamá.
—No, escúchame. Durante cuarenta y cinco años viví con un vacío horrible aquí —se tocó el pecho—. Creía que había perdido lo más importante de mi vida antes de poder conocerlo. Pero resulta que mi bebé creció, se convirtió en una mujer hermosa y generosa, y dedica su vida a cuidar a otros. No podría estar más orgullosa.
—Mamá…
—Y además —sonrió débilmente—, el destino es sabio. Me mandó a la enfermera perfecta. Alguien que me cuidaría no solo como paciente, sino como la madre que siempre fui, aunque no lo supiera.
Carmen murió una madrugada de diciembre, con mi mano entre las suyas. Sus últimas palabras fueron:
—Gracias por cuidarme, mi niña. Gracias por dejarme ser tu mamá, aunque haya sido tan poco tiempo.
En su velatorio, que organicé yo sola, puse un ramo de claveles blancos y una foto nuestra juntas que nos habíamos tomado la semana anterior. En el funeral, fui la única asistente.
Ahora llevo su anillo en una cadena al cuello, junto a mi lunar. A veces me pregunto si realmente fue casualidad que llegara justo a mi pabellón, o si hay fuerzas en el universo que se aseguran de que las personas que se aman encuentren el camino de regreso, aunque sea al final.
Cada día, cuando paso por la habitación que fue suya, susurro:
—Buenos días, mamá. Soy Elena, tu hija.
Y juro que puedo sentir su sonrisa.
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