En el mapa de México, el estado de Sinaloa evoca imágenes de hermosas playas, campos interminables y montañas que besan el cielo. Es un paraíso turístico que, a primera vista, parece alejado de cualquier penumbra. Sin embargo, bajo esa superficie de tranquilidad se esconde un mundo sombrío y brutal, un infierno en la tierra. Su capital, Culiacán, es el epicentro de un imperio criminal que extiende sus tentáculos por todo el globo, el Cártel de Sinaloa, una de las organizaciones de narcotráfico más poderosas del planeta.

Aquí, en este bastión del crimen, la violencia no es una noticia aislada, es el ritmo diario de la vida. Los cuerpos se acumulan con una regularidad macabra. Según las autoridades forenses, no pasa un solo día sin que se encuentren entre cuatro o cinco cuerpos con señales de violencia extrema. Muchos de ellos son víctimas de la interminable guerra por el control del territorio, una danza de sangre que se baila entre facciones rivales y que a menudo termina con la tortura como última y terrible declaración de poder. En este mundo, la muerte no es el final, sino una advertencia. Una forma de infundir miedo, de trazar fronteras invisibles y sangrientas. La lucha entre los cárteles es un monstruo que devora casi 25,000 vidas al año solo en México, y la cifra sigue en aumento.

Para quienes viven en las sombras de este imperio, la vida es una moneda de doble cara. Por un lado, está la pobreza, el hambre y la falta de oportunidades que los empuja al abismo; por el otro, la promesa de una vida de lujos, dinero y poder que solo el cártel puede ofrecer. El Güero y su compañero, sicarios de oficio, son un ejemplo de esta dualidad. Deambulan por las calles de Culiacán, siempre con sus armas a mano, siempre listos para el próximo trabajo. “Nosotros no preguntamos casi nada”, dice el Güero con una frialdad estremecedora. “Nos mandan y, vayan por tanto por uno, vayan por fulano y tráiganmelo vivo o muerto como ellos lo pidan y tenemos que obedecer”. Su trabajo, como el de muchos otros, no es una elección, sino un destino sellado por la necesidad y la codicia.

La vida de un sicario es una constante espera, una eterna vigilia. En cualquier momento, una llamada puede significar el final de una vida, la suya o la de alguien más. La adrenalina y el peligro son sus compañeros de cama. Pero incluso los que viven al filo de la navaja necesitan un refugio, una pizca de fe que los aleje de la perdición. Para El Güero y su amigo, esa fe reside en la Santa Muerte, la “Niña Blanca”. En una pequeña capilla al lado de la carretera, se detienen para rezar, para pedir protección. “Le pedimos que nos proteja y que nos cuide por donde quiera que andemos y no sano y salvo… o que no regrese, pues, como ella quiera”, confiesa el Güero, revelando la abrumadora resignación ante un destino que ya no les pertenece. “Porque ya el alma es de ella, ya se la ofrecimos a ella… ella es la reina de reinas, patrona de patronas”. Es un pacto de sangre, un trato con la muerte, en el que la vida es solo un préstamo.

El poder del Cártel de Sinaloa no solo reside en la violencia, sino en una maquinaria económica que mueve de 3,000 a 12,000 millones de dólares al año. Esta avalancha de dinero se lava e invierte en la economía local, desde villas y centros comerciales hasta negocios legítimos. Más de 200,000 personas en Sinaloa dependen directa o indirectamente del narco, incluyendo farmacéuticos que les proporcionan los insumos para la creación de drogas sintéticas. Este imperio se nutre de la desesperación de los jóvenes y de los más desfavorecidos. Las mujeres jóvenes sueñan con seducir a un narco rico, viendo en ellos la única vía para escapar de la pobreza. Los hombres se ven atraídos por el poder y la promesa de una vida mejor, una que, en la mayoría de los casos, termina en tragedia.

La guerra contra las drogas, que lleva casi dos décadas, ha cobrado más de 230,000 vidas. A pesar de los esfuerzos del Estado mexicano y de Estados Unidos, los cárteles siguen siendo invencibles. Las grandes capturas, como la de Joaquín “El Chapo” Guzmán, parecen solo ser baches en el camino para una organización que se jacta de tener un ejército de más de 100,000 hombres armados hasta los dientes. “Ni el gobierno trae esta”, dice uno de los sicarios, mostrando su arsenal. La lucha es desigual, y el gobierno parece estar perdiendo la batalla.

En un intento por comprender las raíces de este monstruo, nos adentramos en las montañas de Sinaloa, el lugar donde nació el narcotráfico. Allí conocimos a Manuel, un excolaborador del clan de “El Chapo” que sigue trabajando la tierra. Nos cuenta cómo el legendario narco los ayudó a prosperar. “Siempre como vecino, pues siempre estuvimos ahí con él y nos decía, ‘¿Quieren sembrar? Nos daba para los gastos’”. Manuel recuerda a Guzmán como un hombre bueno, generoso y leal. “Era un presidente, por decir con nosotros aquí, verdad, muy buena persona”, dice con nostalgia. “Nosotros cuando ocupamos un favor, alguien se enfermaba, de voladita que traigan un avión y que llévenselo y así igual, no se detenía por nada”. Pero esos tiempos de bonanza son cosa del pasado. Hoy, el negocio de las drogas sintéticas, como el fentanilo, ha desplazado a los cultivos de amapola. El campo de Manuel, que antes producía una fortuna, hoy apenas le da para vivir.

El fentanilo, 40 veces más potente que la heroína, es el nuevo rey de la fiesta, una sustancia letal que genera hasta 1.5 millones de dólares de ganancia por kilo. Para entender su poder, nos reunimos de nuevo con El Güero. Además de sicario, se ha convertido en un “chef”, un cocinero de drogas sintéticas. En su habitación de hotel, nos revela el proceso de producción de las píldoras que se venden por montones en Estados Unidos. El Güero, con la tranquilidad de quien habla del clima, nos explica cómo se pueden fabricar más de 100,000 pastillas a la semana. “Le encantan a los gringos, le fascinan, son como dulce para ellos… pero la gente bien golosa y se come hasta dos, tres y es cuando le da la sobredosis y se muere”. La culpa, para él, no existe. “Uno lo que quiere es dinero”.

La investigación nos lleva a los laboratorios clandestinos que pululan por el campo mexicano, a solo un par de horas del centro de Culiacán. En este inframundo, el fentanilo se fabrica sin control, alimentando una epidemia que se cobra más de 30,000 vidas al año en Estados Unidos. Cientos de laboratorios están ocultos en el paisaje, trabajando día y noche. Es una industria de la muerte, un engranaje infernal que convierte vidas en dinero, y que parece no tener fin. La pregunta que queda flotando en el aire es: ¿cuánto más tiene que sufrir la gente para que esta guerra termine? La respuesta, por ahora, se pierde en el eco de los disparos, en el dolor de las familias, y en el silencio cómplice de un mundo que prefiere mirar hacia otro lado.