El invierno de 1956 en Great Falls, Montana, fue mucho más que una temporada de frío y nieve. Fue el escenario de un crimen brutal que desgarró a la comunidad y se convirtió en uno de los mayores misterios criminales del estado. Patricia Kitzky, de apenas 16 años, y su novio Lloyd Dwayne Bogle, de 18, vivían la ilusión propia de la juventud: cine, paseos, sueños compartidos. Pero aquella noche del 2 de enero todo se torció de una forma inimaginable.
Patricia fue hallada sin vida al día siguiente, abandonada en un paraje desolado. Había sido violentada y asesinada con una frialdad que estremeció incluso a los investigadores más curtidos. El 4 de enero, Lloyd apareció en su coche junto al río Sun, con un disparo en la cabeza. Dos jóvenes con todo por delante habían sido arrancados de la vida sin motivo aparente.
La investigación fue intensa: entrevistas, pistas, recompensas, sospechosos. Pero el tiempo jugaba en contra. Sin testigos y con las limitadas técnicas de los años 50, el caso se enfrió. Décadas pasaron y varias generaciones de detectives se aferraron al expediente, revisando una y otra vez las mismas pruebas. Las familias, destrozadas, nunca dejaron de pedir justicia.
La comunidad entera vivió bajo la sombra de un asesino que parecía haberse desvanecido en la nada.
Lo que nadie imaginaba era que la clave se encontraba en un detalle minúsculo: un portaobjetos de vidrio, preparado en 1956 con muestras biológicas de la escena del crimen. Guardado cuidadosamente por el laboratorio estatal, había sobrevivido intacto durante más de seis décadas, esperando a que la ciencia alcanzara el nivel necesario para descifrarlo.
En 2019, el detective John Cadner decidió darle una última oportunidad. Tras asociarse con Bode Technology, un laboratorio especializado en ADN degradado, envió la prueba para su análisis. Lo que parecía casi un acto desesperado se convirtió en un giro histórico. El equipo logró extraer un perfil genético masculino. Era un rastro diminuto, fragmentado, pero suficiente para encender la esperanza.
El ADN se comparó con el sistema CODIS, la gigantesca base de datos del FBI. Allí no hubo coincidencias. Sin embargo, gracias a nuevas técnicas de genealogía genética, los investigadores pudieron rastrear el linaje hasta llegar a un nombre: Kenneth Gould.
Gould había vivido en la zona en los años 50, pero nunca fue sospechoso. Tras el crimen, abandonó Montana, construyó una vida familiar en otro estado y murió en 2007 sin enfrentar jamás la justicia. La revelación fue devastadora: el hombre que había acabado con la vida de dos jóvenes y destruido a dos familias enteras había pasado sus días en libertad, oculto tras la máscara de una vida normal.
Para los familiares de Patricia y Lloyd, la noticia llegó tarde. Muchos de sus padres ya habían fallecido, llevándose consigo la esperanza de ver al asesino tras las rejas. Sin embargo, el hallazgo significó algo inmenso: finalmente había una respuesta. El misterio que había perseguido a Great Falls durante 63 años por fin tenía un nombre.
El caso de Kitzky y Bogle no es solo una historia de horror y pérdida, sino también un ejemplo del poder de la perseverancia y de la ciencia moderna. Cada detective que se negó a rendirse, cada técnico que preservó cuidadosamente las pruebas, hicieron posible que décadas después la verdad saliera a la luz.
Hoy, el recuerdo de Patricia y Lloyd sigue vivo en Great Falls, pero ya no como un símbolo de incertidumbre, sino como una advertencia de que la justicia, aunque tarde, puede llegar. Y que incluso un pequeño portaobjetos de vidrio, olvidado en el fondo de una caja, puede contener la clave para desenmascarar a un asesino y cerrar una herida que parecía eterna.
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